Texto: Silvia Lorenzo
Si existe un neologismo que se haya puesto en boga, o mejor dicho, una locución que sólo conozcan aquellos dotados de exquisita sensibilidad estética, seguramente sea “quiet luxury”.
El célebre lema del arquitecto Van der Rohe, “menos es más”, ha sido plasmado en el universo de la moda gracias a la emergencia del concepto quiet luxury (lujo silencioso), dejando en el olvido los estridentes estampados de casas como Versace o las ostentosas iniciales que una vez inundaban las prendas con el tamaño de una marquesina en Broadway. La discreción ha tomado el mando entre las fashionistas más discernidas, quienes prefieren piezas minimalistas y atemporales.
El concepto va más allá de una simple tendencia, se trata de un estado de ánimo carente de forma definida. Se materializa en marcas exclusivas como The Row, Totême, Khaite, Mailene Birger o Celine. Es un estilo mucho más sutil que el minimalismo que predican las fashionistas nórdicas, mucho más refinado. El lujo silencioso es Gwyneth Paltrow en el mediático juicio de marzo, Sienna Miller en Anatomía de un escándalo, las gemelas Olsen o Shiv Roy en Succession.
Encarna el estilo de una élite que se encuentra en lo más alto de la pirámide social y que busca diferenciarse de manera discreta de los “nuevos ricos”; una élite que pertenece a las “familias de bien”, que demuestran su patrimonio a través de una elección sofisticada y recatada de prendas. Se trata de un concepto difícil de materializar y definir. Ahí radica precisamente su atractivo: nada verdaderamente lujoso se obtiene fácilmente.
Un armario que siga estas líneas comparte muchas características, en esencia, con “lo clásico”: prendas que no alardean de procedencia, de sofisticación sin pretensiones, pero que son, innegablemente, de alta gama. Lujo silencioso es mezclar un abrigo carísimo con unos vaqueros vintage. Lujo silencioso es valorar la calidad por encima de la cantidad. Es tener el estilo y la confianza instintivos para invertir en prendas para toda la vida.