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Las semillas silvestres y sus sorprendentes diseños

Las plantas, atrapadas en su inmovilidad, han tenido que inventar extraordinarios mecanismos para colonizar nuevas tierras. Se valdrán de sus semillas que, provistas de ganchos, arpones o alas, entre otros sorprendentes artilugios, deberán finalizar con éxito un viaje incierto que garantice la supervivencia de la especie.

Finales de octubre al atardecer. El suelo del robledal está cubierto de un manto de bellotas. De pronto, un arrendajo, pariente de cuervos y urracas, se posa en el suelo y en pocos segundos despega veloz con una bellota en el pico. Si no la come, la enterrará como reserva para el invierno. Repetirá esta operación hasta 4000 veces según han calculado los ornitólogos, pero no siempre recordará la ubicación de las bellotas, por lo que algunas germinarán, asegurando la supervivencia del robledal.

Es solo un ejemplo de la variedad de mecanismos que las plantas han desarrollado para asegurar la dispersión de sus semillas, un paso importante por dos motivos. En primer lugar, encontrar un suelo más despejado donde el embrión de la nueva planta no compita con sus congéneres por el agua y la luz, y en segundo, para que cuando sea adulta se cruce con individuos no emparentados y aumente la variedad genética de la especie.

 

Semillas que vuelan

 Las semillas son estructuras más o menos endurecidas que protegen en su interior al embrión de una nueva planta. Para lograr alejarse de su progenitor se suelen recubrir de un fruto, una envoltura que a su vez se ha especializado para ser transportada por el viento, el agua o los animales.

Cuando el transportador es el viento se habla de anemocoria y el fruto suele tener, por ejemplo, alas que lo alejen aprovechando las rachas de viento. Los tilos, olmos o arces utilizan este sistema. Un fruto de arce puede volar hasta cuatro kilómetros, aunque lo habitual sea que se distancie unos metros en un descenso rotatorio que semeja a las aspas de un helicóptero.

Vilanos de asterácea

Otras semillas anemócoras viajan gracias a penachos semejantes a paracaídas llamados vilanos y que los mantienen en el aire largas distancias. El más conocido tal vez sea el del diente de león, cuyos frutos, los “abuelitos”, pueden viajar más de diez kilómetros los días de viento. Los campos inundados por sus flores amarillas son testigos del exitoso invento. También tienen vilanos los frutos de las clemátides, los chopos y las adelfillas.

Por lo que se ve, el viento parece ser un disersador muy eficaz, tal como se constató en la isla de Krakatoa. Tras ser destruida por su volcán en el año 1883 las primeras plantas que colonizaron el yermo suelo de lava solidificada fueron anemócoras.

 

Viajando con animales

Otros frutos están diseñados para ser llevados por animales, variedad que recibe el nombre de zoocoria.

El modo más sencillo es caer en el lodo y adherirse posteriormente a la pata de un animal. Charles Darwin comprobó con asombro que del fango pegado a la pata de una perdiz germinaban 82 plantitas, nada menos. También se ha observado que en el barro adherido a un zapato pueden contarse hasta cuarenta semillas, muchas pertenecientes a especies tan habituales como la chiribita o la ortiga.

Otros frutos se adhieren a la piel sirviéndose de ganchos, como los de la lapa o la hierba de San Guillermo, pudiendo resistir varios días hasta caer al suelo. Las gramíneas, por su parte, hincan sus espigas en el pelo del ganado o en los calcetines de los agricultores, algo muy conocido también por los senderistas.

Frutos ganchudos de la hierba de San Guillermo (Agrimonia eupatoria)

Las bellotas, hayucos, avellanas y nueces se sirven de roedores y aves, aunque en este caso son recolectadas como alimento. Muchas germinarán tras ser abandonadas por sus olvidadizos recolectores.

Pero donde los frutos muestran su mayor imaginación es cuando viajan en el interior de un animal, especialmente si se trata de aves.

En este caso, su diseño parece pensado por un ingeniero agrónomo: una cubierta colorida –especialmente roja o negra- para llamar la atención del pájaro, una pulpa carnosa y rica en azúcares que sirva de recompensa y una semilla protegida por una cubierta capaz de resistir los ácidos del estómago. A esta solo le queda ser expulsada en las deyecciones del animal, tal vez a varios kilómetros de distancia y con una dosis adicional de abono. Los endrinos, zarzamoras y rosales silvestres han diseñado a la perfección este sistema.

 

Otras maneras de viajar

 Algunas plantas se bastan a sí mismas para alejar sus semillas, sistema conocido como autocoria. Los cambios de humedad, por ejemplo, pueden tensionar el fruto haciendo que se abra bruscamente y catapulte las semillas, tal como les ocurre a algunas legumbres silvestres o a los geranios de campo.

Frutos de la amapola (Papaver rhoeas)

Las frutos de las amapolas, que parecen sonajeros, son unas cápsulas perforadas repletas de diminutas semillas que son expulsadas al exterior cuando un animal las roza casualmente. Dado que las amapolas crecen junto a cereales comestibles, algunas de esas semillas viajarán mezcladas con el grano incluso a otros continentes, un caso de dispersión realizada por el ser humano o antropocoria.

Estos y otros mecanismos son el fruto de millones de pruebas y errores sometidos a la selección natural, la fuerza más implacable y exigente ejercida sobre la vida. Su resultado, estos exquisitos diseños, nos muestran la capacidad de la naturaleza para crear belleza y causarnos admiración.

Texto y fotos: Jon Benito

Frutos de la Bolsa de pastor (Capsella bursa-pastoris)
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