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El pescador extremo. Joseba Kerejeta

Joseba Kerejeta, campeón del mundo de pesca submarina en 2008, ha dado la vuelta al mundo con su arpón y cámara. Ha sobrevivido a ataques de tiburones y hasta al inicio de un tsunami.

Joseba Kerejeta se mueve como un pez en el agua. De hecho, en ocasiones adopta una postura inerte para hacer creer a su presa que es una especie más antes de lanzar su certero arpón. Quien fuera campeón mundial de pesca submarina en 2008, en Isla Margarita, se ha sumergido en todos los mares y ha tenido duras batallas contra tiburones, temiendo por su vida. Produce escalofríos ver la imagen en su teléfono de un amigo con la pierna cosida desde la ingle al tobillo por un brutal ataque. Hay que tener frialdad y escamas para contrarrestarles metiendo el dedo en el ojo. Es la única forma de que dejen de morder. Por eso, el escualo los cierra al atacar. El submarinista está obligado a tenerlos bien abiertos, pese a que la enorme aleta sea de verdad, no como en el cine.

Tiene su gracia que el mejor exponente vasco de este deporte creciese en un caserío de Durango. Kerejeta siempre estaba en el río pescando cangrejos, tiroteando a los pajarillos, poniendo trampas. Se le quedaba corto. “Desde que conocí Urdaibai, el mar se convirtió en mi obsesión. La gente de la costa no lo aprecia tanto, lo tiene ahí a mano. Yo soñaba por las noches con sumergirme”.

No hay 46 años más viajados. La clave fue su decisión de organizarse un petate siendo un juvenil y marcharse a Canarias a hacer barco-stop. Se presentaba todos los días en el puerto para preguntar a los dueños de aquellos veleros, que le ponían los dientes largos, si podía ejercer de grumete. Quería cruzar el charco. Se hizo amigo del surtidor de gasoil del puerto y embarcó con unos italianos, con los que estuvo 23 días para acabar en Martinica. Decía que sabía cocinar, aunque no se hubiese puesto un delantal. Cambió de patrones y se alistó en un yate del músico francés Jean Michel Jarre, aunque los sonidos de Oxygene y Equinoxe fuesen más limpios que los que oía en el barco. Aprovechaba su virtud como buceador para enseñarles a pescar.

Pronto, se dio cuenta de que lo suyo era entrar en contacto con poblaciones más humildes. El dinero no lo es todo. Tuvo la suerte de acabar en la Polinesia, donde le veían como a un ídolo cuando salía del agua con sus enormes peces. Tiraba del trueque feudal: los cambiaba por otros artículos de necesidad. Nada aprecia más en el mundo que ver a la gente comiendo sus piezas. Aún lo disfruta hoy cuando comparte una lubina, su diana favorita. “Nos hemos hecho muy individualistas”, lanza como lección moral. Amén. Aquellas tribus siempre tienen la sonrisa en la boca y se ayudan en todo.

Se metió de lleno en la alta competición, primero vasca (diez veces campeón), luego española y, al final, internacional. Guarda un gran recuerdo del título mundial en Venezuela. Tenía bien chequeada la zona de pesca y se impuso a representantes de 25 países. Le sirvió para recibir ayudas de Basque Team, el proyecto de ayuda a los deportistas vascos. Sin embargo, lo suyo era estar más libre, sin la presión de los resultados. “Cuando te quedas inmerso en el mar es una pasada”, destaca. Kerejeta podía bucear en amnea cinco minutos, bajar a 56 metros de profundidad, asumiendo el riesgo de que la rotura de una aleta pusiese en peligro su vida. Le ha servido para ver auténticos tesoros en el fondo del mar, restos de barcos hundidos.

Soportó el ataque de un tiburón martillo de unos seis metros en Australia. De la tensión al sentir la agresión, no pudo cargar las balas explosivas e interpuso el arpón contra su boca para defenderse. En Eritrea, otro escualo se acabó llevando su fusil. Son peleas a vida o muerte, ya que en tierra “no hay medios para salvarte la vida, te desangras”. Dice no temer tanto a la orca y haber estado muy cerca de un corro de ballenas. “Hay peces que son muy cobardes ante el hombre”, comenta con respeto hacia ellos. También sintió en las Islas Salomón “el enfado de los dioses. Era el ruido de algo gigante”, rememora. Desembocó en un tsunami.

Tanto episodio al borde de la muerte y, al final, una imprudencia por no haber descansado lo suficiente en un vuelo aéreo estuvo a punto de costarle la vida en Morea. Se metió en el agua en unas condiciones que le pasaron factura. No todo es cuestión de pulmones. Tuvo que jubilarse como conductor de Bomberos y el accidente le ha dejado unas secuelas en el cerebro de las que poco a poco va recuperándose.

A sus 46 años, disfruta como nunca pescando en Izaro, su rincón favorito que, como homenaje, ha servido de nombre a una de sus hijas. Le entristece ver que ya no hay tanto salmonete, lubina y cabracho. Reflexiona sobre el abuso pesquero. “Cuando se acotó por el Prestige, la recuperación fue tremenda. Era una gozada”. No hay marlins negros de 220 kilos como el que pescó en México y que aún es récord del mundo. Existe peor visibilidad por el mar de fondo, pero está en casa con sus dos familias, la de su domicilio y la que burbujea en el agua, a la que retrata siempre que puede con una cámara.

Texto: Nika Cuenca • Imágenes: Josetxo Errondosoro

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