Texto: Jon Uriarte • Ilustraciones: Tomás Ondarra
Hay lugares nacidos para acoger, como Urdaibai, que viene a ser el Hall de Busturialdea, empeñado en ofrecerse como felpudo y como balcón.
De ahí que lleguen las aves para quedarse un rato. O para siempre. Esa lengua elegante y descarada se burla del tiempo desde su atalaya de reserva como señora de la Biosfera. A veces dulce, a veces salada, según día, rincón y hora, pero siempre enigmática, guardando en sus orillas historias entre la arena. Como las ciertas de los Tremendos de Kanala o las fábulas empeñadas en ser verdad. Incluida la de Juan Zuria, primer señor de Bizkaia, hijo de una princesa escocesa, o de un hermano del rey de Inglaterra, que de todo se dijo y escribió. Y lo que nos queda por saber… Porque mientras haya agua, habrá leyendas.
El Árbol de Gernika
Le dicen árbol. Pero es casa. La del padre. La de la ama. Hogar de raíces profundas que se nutren del ayer para no olvidar y que buscan el cielo para progresar. Bajo él han jurado señores, reyes y reinas, nobles propios y ajenos, y hasta vasallos. No solo los fueros, también lealtades, principios y valores. De ahí que su sombra otorgue a Gernika valor de capital eterna. Es lo que tiene el roble. Da poderío. Y experiencia. No solo por los años que carga en sus anillos, también por lo visto, llorado y sufrido. Cuando bombas y mentiras cayeron sobre sus paisanos, el viejo árbol lloró hojas negras. Algunos hombres las recogieron y las pusieron sobre fondo blanco para que de su alma quebrada la gente supiera. Y se convirtió en símbolo. Nuestro y de todos. Empeñado en recordarnos que nació vasco, pero es universal. Como su propia naturaleza. Es uno y muchos. Tantos como los que le precedieron. Del primero nada se sabe, porque debió ser en la noche de los tiempos. Rastros de un roble hay ya en el XIV, pero nada tenemos concreto y probado. Solo lo notariado por el ser humano. Somos pueblo que ama los árboles. Pero más allá está este roble. Que trasciende todo. Por eso, quienes pretenden mandar en nuestra casa y territorio deben jurar o prometer solemnemente “en pie sobre la tierra vasca, en recuerdo de los antepasados y bajo el árbol de Gernika”.
La isla de Ízaro
Hay islas y luego está Ízaro. Quiso estar desierta y nunca la dejaron. En 1422, unos franciscanos levantaron allí un convento. Buscaban soledad en sus 675 metros de largo y 150 de ancho. No pudo ser. Enrique IV, Fernando el Católico o la propia Isabel arribaron en ella. Y hasta una escalinata exigió la reina para superar las empinadas cuestas. No tuvieron tantos reparos los muchos piratas que en ella desembarcaron. Dicen que hasta el mismísimo Drake dejó en Ízaro su huella. Hay más historias con salitre. Algunas no albergan duda. Como que fue imagen de productora de cine y preludio de películas entre tinieblas. De los monjes y su monasterio nada quedó tras los incendios, galernas y saqueos. Salvo cierta leyenda sobre un joven monje enamorado de una bella moza que cada noche cruzaba la distancia entre la isla y Kanala, para besar a su amada. Con el fin de evitar dramas y naufragio, ella le marcaba el rumbo con un farol desde la orilla. Enterados el padre y el hermano, encerraron en casa a la joven enamorada y enviaron falsas señales de luz al monje, que encontró la muerte entre las rocas. Dicen que fue enterrado en la isla. Y que, cuando intentaron mover su tumba, temblaron mar y tierra. Quizá por tanta historia y leyenda compitan dos villas por ella. Y por eso arrojan la teja los bermeanos a su arena. Para seguir recordando que llegaron antes que Mundaka en la regata que decidió de quién era esa pequeña y extraña tierra.
San Juan de Gaztelugatxe
Castillo es. Pero no está claro si se apellida peña o áspera. Y, si insondable es su nombre, lo es más su materia. 241 dicen unos. 231 otros. Ni con el número de escalones nos ponemos de acuerdo. Más que piedra, vértebras de la espalda de un dragón que duerme con la cabeza en la mar y la cola en tierra. Mucho antes de ser morada Targaryen, ya guardaba leyendas. Como los tres pasos que dio San Juan para ir de Bermeo hasta ella. Más allá, todo es cierto y palpable. Como que el santo que la habita da bendición al marino y al arrantzale que la bordean. O que, sumergida bajo su vientre, la Virgen de Begoña está de todo pendiente. Incluidas, las corrientes. La amatxu llegó el siglo pasado, pero la ermita ya se asomaba en el X al acantilado. 79 metros. No necesita más para ser dura senda. Al fin y al cabo, no ha sido fácil su existencia. Incendios, asaltos y tormentas quisieron acabar con Gaztelugatxe. No pudieron. Habrá quien lo llame suerte. Es simple orgullo y supervivencia. Sin olvidar eso que lleva en su fuero interno y que no puede explicar la ciencia. El tañido de su campana que el deseo acerca y el infortunio aleja. Tampoco en esto hay consenso. Tres para obtener suerte, trece para lograr amores. A saber. Yo que usted haría caso a ambas. No sea que despierte al dragón que lo convierte en península. Una tan extraña que permite caminar sobre las aguas y nos recuerda que, por mucho que nos adentremos en la mar, jamás alcanzaremos su horizonte.