¡Damas y caballeros, pasen y vean! ¡Están ustedes en Bilbao… el mayor espectáculo del mundo! Preparen su cámara o estén atentos al móvil porque, pateando sus singulares baldosas, descubrirán un lugar cuyo encanto va mucho más allá del deslumbrante titanio del inconfundible Museo Guggenheim. No se pierdan un detalle de esta noble Villa donde, tan sólo aquí, al champán se le llama “Agua de Bilbao”, los bollos se rellenan de mantequilla y la gente lleva orgullosa la “txapela a medio lao”.
En otro tiempo, el imperio romano comenzaba sus proclamas con el encabezamiento Urbi et Orbi, que era como dirigirse a la propia Roma y al mundo entero, sometido a su dominio. Sirvan también estas líneas para reflexionar, ante bilbaínos y visitantes (a quienes iba dirigida la introducción anterior), sobre las muy diversas estampas que nos ofrece esta renovada ciudad.
No cabe duda de que, de un tiempo a esta parte, hay un creciente interés por conocer Bilbao y descubrir qué hay de cierto en esa transformación urbanística de la que se habla en todo el mundo. De ahí el considerable número de turistas que, en los últimos años, han situado a nuestra Villa como un lugar de referencia. Ya no sólo hay que visitar la Torre Eiffel de París o el Coliseo de Roma sino también el Guggenheim bilbaíno. Pero, como todas las grandes urbes, el encanto de Bilbao trasciende a un edificio, por relevante que éste sea.
Si me permiten la extravagante comparación, recorrer Bilbao podría asemejarse a la contemplación de un espectáculo circense, donde observamos actuaciones perfectamente combinadas de cosas tan dispares como el humor, la habilidad y los grandes desafíos. Quizá esa podría ser otra visión de una ciudad que nos ofrece una gran variedad de contrastes, a cada cual más interesante, que iremos percibiendo en nuestro recorrido por sus calles. Y para descubrir los encantos de cualquier pueblo no queda más remedio que ponernos un buen calzado y patear sus baldosas.
Un buen sitio para empezar el itinerario podría ser acercándonos al origen de todo: Bilbao La Vieja, Atxuri y el Casco Viejo, al que a los bilbaínos de cierta edad les gusta llamar “las 7 calles”, que fueron las del primer trazado del poblado inicial. Aparte de la reforma y restauración de sus calles y fachadas, quizá sea la zona que mejor conserva su aspecto tradicional. La visita al renovado Mercado de La Ribera -el mercado cubierto más grande de Europa- es un buen ejemplo del cambio experimentado por uno de sus edificios emblemáticos, en el que actualmente conviven los tradicionales puestos alimenticios con una oferta hostelera de lo más variopinta. Evidentemente, es obligado el callejeo y las “paradas técnicas” en el entorno de la Plaza Nueva y Unamuno. Por su parte, si cruzamos el Puente de San Antón -emblema del escudo de la Villa- nos adentramos en otro lugar de grandes contrastes, ya que la imagen de varias de las casas más antiguas de la localidad se mezcla con la modernidad de un nuevo barrio, Miribilla, asentado en terrenos de antiguas minas.
En Bilbao, la Ría es referencia fundamental. Siguiendo su cauce los bilbaínos y bilbaínas pasean, cada vez en mayor número, para hacer ejercicio y disfrutar de la actual limpieza de sus aguas. Incluso ya podemos darnos un chapuzón y practicar deportes acuáticos en ella, algo impensable no hace tanto tiempo. Si empezamos la ruta por los jardines del Arenal, dejaremos a un lado las casas consistoriales: el viejo edificio principal y una nueva sede de oficinas de diseño vanguardista. A través del Paseo del Campo Volantín y su prolongación, con edificios magníficos como el de la Universidad de Deusto o ese otro, antaño industrial, coronado por la enorme escultura de un tigre, llegaremos hasta el barrio de San Ignacio, en el que están ubicadas las llamadas “Casas Americanas”, unos bloques de viviendas sociales diseñados al más puro estilo de Le Corbusier. Para volver al punto de partida cruzaremos la Ría, donde nos toparemos con el barrio de Olabeaga -tradicionalmente conocido por el sobrenombre de Noruega-, antaño frecuentado por marineros de todas las nacionalidades dado que sus habitantes se dedicaban fundamentalmente a tareas relacionadas con la navegación. Aquí también es curiosa la imagen del nuevo estadio de San Mamés, que emerge majestuosamente moderno contrastando con las viejas casas del barrio, entre ellas la Santa Casa de Misericordia, en cuya capilla se conserva una reliquia del mencionado santo. Y continuando el camino por este lado de la ribera, nos encontraremos con la parte más cambiada: Abandoibarra, un invento del nuevo Bilbao que tiene poco que ver con su ocupación anterior, industrial y portuaria. A lo largo de toda esta prolongada avenida se distribuyen ahora las más vanguardistas edificaciones: Palacio Euskalduna, Torre Iberdrola, Bibliotecas universitarias, Museo Guggenheim y las Torres de Isozaki.
Y por último, no son desdeñables las vistas desde las alturas: Artxanda y Kobetas serían, a mi entender, el enfoque ideal para contemplar tanto las dimensiones como la amplia diversidad de sus edificaciones. Para terminar, si hablamos de la metamorfosis sufrida por la Villa, no estaría de más conocer la opinión de aquellos que estuvieron ausentes de ella durante el último cuarto de siglo y recientemente retornaron. Dejaron un Bilbao industrial, de tonos grises y se encontraron otro muy distinto, lleno de turistas, museos, puentes, metro, tranvía… dejaremos para otra ocasión todo aquello que perdimos en el camino.
Y es que en todo este tiempo han pasado muchas cosas. Las magníficas fotografías de Pedro Ajuriaguerra, que acompañan mi comentario, son una buena prueba de ello.