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vuelta al mundo

Ocho momentos de una vuelta al mundo en familia

Destacar “los 8 momentos” de un viaje como la vuelta al mundo resulta algo complicado. Varía la relevancia según lo que se quiera resaltar. Vivencias y aprendizajes revelan su importancia de forma itinerante. En semejante aventura hay muchos momentos: de ternura, de unión, de solidaridad, de miedo, de cansancio, de reflexión, de diversión, de planificación. Para resolver el encargo de BAO decido preguntar a cada uno de los cuatro miembros de esta familia viajera -la mía- por sus “dos momentos” del viaje, sin más especificación, que me digan lo primero que les salga, apelando al subconsciente de una experiencia de ensueño. 

El planteamiento era claro: queríamos dar la vuelta al mundo en familia. De junio 2013 a junio 2014. Decidimos partir hacia el oeste y quedarnos en el hemisferio sur, huyendo de los monzones, buscando el calor. El viaje, que construíamos a medida que caminábamos, nos llevó de Europa a América (USA, Colombia, Ecuador, Perú, Argentina y Chile), luego a Oceanía (Australia), Asia (Tailandia, Malaysia, Indonesia y Sri Lanka) y finalmente a África (Kenia). Doce países, un mes de media por estancia, aunque en algunos pasamos ocho semanas y en otros no estuvimos ni quince días.

El niño. Salió con 5 años e hizo los 6 en una furgoneta en la que recorríamos Nueva Gales del Sur (Australia). “No necesito pensarlo”, dice cuando se le inquiere, “Quito y Australia”. ¿Por qué? “Quito por los chicos aquellos que estuvimos en su casa, eran muy majos, y su proyecto era bueno. Y Australia por los canguros y los koalas… Bueno, también son importantes todos los sitios donde hemos visto animales, tú sabes”.

El benjamín de la familia hace referencia a cuando en Quito dormimos los cuatro juntos unos días en el sofá del salón del novio argentino de una amiga, al que no conocíamos, y que compartía piso con un vasco y dos madrileños, todos expertos en telemática. Hackers y activistas del software y la cultura libre que viven en la capital ecuatoriana porque están realizando un proyecto para el gobierno de Rafael Correa. El presidente busca nuevas formas de productividad, un cambio de “la matriz productiva” y por eso los contrató. “Estamos haciendo la revolución ciudadana”, nos explicarían, “vamos hacia una sociedad del conocimiento común y abierto: la revolución hacker”. Ilusionados e ilusionantes los informáticos -con Dani a la cabeza, que era el más niñero de todos- nos dieron cobijo, nos aconsejaron sobre la ciudad, nos llevaron a las fiestas del barrio de Guapulo y a cenar con otros profesores de universidad a un hotel muy elegante. Un diez.

Lo de los animales fue una constante. Vimos muchos. Canguros, koalas y diablos de Tasmania en Featherdale Wildlife Park, cerca de Sidney. En el norte de Tailandia montamos en elefante. Aunque sobre todo disfrutamos de los animales en libertad: en Borneo un orangután se nos cruzó en el camino, y vimos desovar una tortuga marina y a un centenar de tortuguitas recién nacidas hacerse a la mar; en Kenia un enorme elefante africano se encaró con nuestra furgoneta en el Parque Nacional de Tsavo y nos cagamos de miedo; vimos ballenas, delfines y focas en Monterrey y leones marinos en el Big Sur (USA); nadamos entre tiburones en la isla de Tioman (Malaysia) y llegamos hasta la helada Isla Pingüinera en Ushuaia (Argentina) cuando estaban incubando. ¡Si hasta cuidamos dos chihuahuas y un pez en California!

La niña. Cumplió los 9 en un apartamento en Diani (Kenia), en una playa larguísima y hermosa que baña el Océano Índico. “Mis momentos -explica- son con Rebecca Wild, el primer día que subí a hacer cálculos y todas esas cosas, y cuando vimos aquel canguro muerto en la carretera y nos paramos a hacerle una foto, me dio mucha impresión. Esos son, el bueno y el malo, el ying y el yang”.

Fue precisamente ese canguro el que nos hizo ir al pequeño zoo de Featherdeale, porque en libertad en las carreteras australianas lo que más vimos fueron canguros atropellados en las cunetas de tierra roja y ardiente. Como aquel ejemplar era inmenso, quise fotografiarlo de cerca, después de aquello los peques decidieron que querían verlos vivos, sí o sí. En cuanto a la alemana Rebecca Wild es un referente mundial de la pedagogía alternativa. En 1977, en Ecuador, fundó junto a su marido la histórica escuela Pestalozzi, centro matriz de la educación no-directiva, que promulga que los peques aprendan desde su propio interés. Sus libros son best-sellers (“Educar para ser”, “Libertad y límites”). En 2005 los Wild y un grupo de familias formaron la comunidad León Dormido. Una de sus fuentes de financiación es acoger a los que quieren conocer sus métodos de cerca. Estuvimos un mes. Allí los niños asisten al centro escolar acompañados de sus padres, como un home-schooling colectivo, donde se coincide en el equipadísimo centro pedagógico. En la tercera planta, la septuagenaria Rebecca, bajo la máxima “nosotros no enseñamos, compartimos experiencias”, espera en su cubículo de material lógico y matemático a que algún pequeño quiera jugar a cálculo y compresión. Nuestra hija quedó fascinada con una serpiente de números cúbicos. En el León Dormido las matemáticas no dan miedo, son un juego.

Ama. Le cantamos el zorionak en una casita en Puerto Cayo, aldea de pescadores en la costa ecuatoriana, frente al Pacífico. “Uno de mis momentos fue la estancia solitaria de cinco días en el templo budista. Una experiencia única, hay que vivirlo antes de morir, y un mes mejor. Te mueve por dentro, te cambia el chip, aprendes a conocerte más a ti misma, a valorar más las cosas de la vida. El otro fue tratar con las niñas violadas de la ONG en Chincha (Perú). Y me refiero a las niñas, no a la ONG en sí. Conocí otra realidad (y mis hijos también), aprecié su necesidad de cariño y afecto y sus ganas de aprender a defenderse. Pude compartir con ellas las clases de autodefensa, ayudarlas a sentirse más seguras de sí mismas”.

En la ONG que comenta estuvimos un mes. Allí acogen a niños abandonados y madres adolescentes, víctimas de la pobreza y del abuso. El hospedaje está situado, literalmente, entre escombreras y montañas de basura. La realidad es durísima. La familia fue voluntaria, a ponerse a disposición: los niños hicieron amigos y nosotros curramos. Entre otras cosas hice de jardinero, y mi mujer les dio un curso de autodefensa -es cinturón negro de karate y estuvo meses preparándose el cursillo-. Salimos de allí con el corazón encogido, pero la vivencia hizo que nos uniésemos más que nunca. El retiro espiritual fue en Wat Tam Wua, un monasterio perdido en las montañas del norte de Tailandia. Guiada por los monjes pasó las jornadas en silencio, haciendo constantes sesiones y ejercicios de meditación Vipassana, tanto individual como en grupo, tanto haciendo las tareas comunitarias como sentada en su cabaña, aprendiendo a ser ‘consciente’ del aquí y ahora en cada actividad, comiendo -vegetariano- una sola vez al día. Lo cierto es que volvió feliz.

Aita. Mediando la cuarentena, un año menor que mi mujer, me prepararon el cumple sorpresa en un hotelucho de Sandakan, en Borneo, delante del Mar de Sulu. Voy a escoger dos momentos de apariencia intrascendente, pero que me recuerdan la piña que llegamos a ser. El primero fue la tarde que haciendo una ruta turística en la isla de Sulawesi (Indonesia) le dijimos al guía que no queríamos ver más, que nos apetecía caminar por los campos de arroz. Y así hicimos, pero en mitad de los arrozales nos calló una lluvia torrencial y nos refugió el señor de un puesto de chucherías que dormía dentro. En aquel cuchitril enano, empapados, fríos, pegados y cogidos de la mano, con una sonrisa enorme, compartiendo espacio con el amable indonesio sentado en su camastro, tuve un lindo ataque de felicidad.

El otro sería la noche anterior al regreso, en la playa de Diani (Kenia). Fuimos con un amigo de Madrid y una amiga de Nairobi a ver la luna saliendo del mar, un amanecer de luna. Mientras aparecía, todos cantábamos en swahili: Jambo / Jambo bwana / Habari gani / Mzuri sana. Empecé a echar de menos aquello estando todavía allí. Se terminaba nuestra vuelta y, más que el viaje exterior, lo alucinante había sido el interior: familia adentro, muy adentro. Después, imponente sobre el océano, salió la luna, y cantamos más y nos pellizcamos para comprobar que era verdad, que habíamos cumplido el sueño.

 


El lector habrá de notar que las fotografías que acompañan este texto no muestran ningún rostro de frente o claramente reconocible y que los miembros de la familia están identificados por el lazo de sangre, pero no aparecen sus nombres de pila. Esto se debe a que la asamblea familiar (excepto el firmante) ha decidido que se mantenga el anonimato. Y si algo aprendí en el viaje, es a respetar a la asamblea.


Texto y fotografías: Kike Suárez

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