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Japón. Más que luces y cerezos.

Es media mañana en el maravilloso mercado de Kuromon, en Osaka. Mientras paseo por la estrecha calle principal, hay algo que me llama la atención.

En muchos de los puestos, las tenderas, han colocado sobre las cajas llenas de ostras y cangrejos, cartelitos con pictogramas que claramente indican la prohibición de sacar fotos. Le pregunto a mi amiga Masako, de largo la mejor guía de Japón, a qué se debe la prohibición. Me dice que muchos tenderos están hartos de que los turistas occidentales se paren ante cada puesto a mirar y sacar fotos compulsivamente, porque la clientela local se aleja y cada vez tienen más problemas para vender su producto. Me cuenta Masako que durante una de sus estancias recientes en Osaka tuvo que mediar entre la dependienta de un puesto de dulces tradicionales y una turista española que no paraba de hacer fotos de sus productos. La tendera, que habría tenido un mal día, acabó hasta el gorro y Masako desactivó la situación a tiempo.

Japón está de moda. Solo hace falta bucear un poco en Instagram para comprobarlo. Parece que no eres nadie si no vas a Japón y te sacas una foto de espaldas, con un vestido en tonos pastel, mirando a un cerezo en flor. En el año 2012 Japón recibió a poco más de 8 millones de turistas. En 2018, apenas 6 años después, fueron ya 32 millones. No hay un caso igual en el mundo. Atrás quedan los tristes recuerdos de las catástrofes que asolaron el país en el 2011. En un mundo en el que todo pasa rápido, lo bueno es que también se olvida cada vez más rápido. Este rotundo éxito se debe en parte a la apuesta del gobierno por el desarrollo del turismo, con una batería de acciones de promoción de Japón en el exterior y el desarrollo de infraestructuras turísticas en el interior. Pero con planes o sin ellos hay algo de Japón que al occidental medio le resulta enormemente atrayente. Una mística especial. Sea lo que sea, lo increíble de Japón es que tiene algo que ofrecer a todo el mundo…decorados de película para frikis de Instagram, cocina de autor, ciudades frenéticas, espiritualidad e incluso misteriosas geishas.

Pero hablando de geishas… en el barrio histórico de Gion en Kyoto, de hermosa arquitectura y cuna de la más pura tradición japonesa, a las turistas coreanas y taiwanesas últimamente les ha dado por disfrazarse de geishas y maikos y pasar la tarde paseando calle arriba y calle abajo helado en mano, para excitación de los inocentes turistas occidentales, quienes por un momento creen haberse topado no con una, sino con un grupo entero de auténticas geishas. Muchos se lanzan a sacar fotos y algunos valientes se atreven incluso a interactuar. En un momento dado una de las chicas confiesa sonriente que no son maikos, sino turistas de Seúl en un viaje de amigas. La cara de decepción de los turistas es para enmarcar. Tendría algo de gracia si no fuera por la vergüenza ajena y la tristeza que produce la banalización de una tradición milenaria convertida en un show cutre. Como siempre digo a mis clientes, “si tenéis la suerte de cruzaros con una geisha esta hará lo posible porque no os percatéis de su presencia y vosotros debéis, por respeto, hacer lo mismo”.

Sacar fotos a unos cerezos o a unas ostras, o disfrazarse de geisha tendrá su punto supongo, pero tanto por inquietud personal como por respeto hacia un país y su gente, tengo más interés en tratar de conocer y entender Japón y a los japoneses. Se dice de los japoneses que son fríos y poco dados a expresar sus sentimientos. Yo pienso que frialdad y respeto a menudo se mezclan y que muchas veces es difícil saber donde termina uno y empieza el otro. Un día conocí a un señor de una cierta edad, cuya labor era la de cuidar una preciosa colección de bonsáis propiedad del ayuntamiento de la ciudad. Anteriormente trabajó en una multinacional y mantuvo relaciones más o menos fluidas con occidentales. Su conocimiento de la historia y cultura de Japón era bastante profundo y además parecía estar muy dispuesto a compartirlo conmigo, así que me decidí a preguntarle por el particular carácter japonés. Me dio una respuesta que no olvidaré nunca; “En Japón el tiempo se mide de terremoto en terremoto, de tsunami en tsunami o de tifón en tifón. Estamos siempre preparados. Nos debemos a la comunidad porque en un escenario así, cada uno de nosotros por sí mismo, solos, nunca hubiera podido sobrevivir. Por eso vivimos por y para nuestra comunidad y debemos respetar la jerarquía y el orden para que nuestra nación pueda perdurar”. Impresionante argumentación.

Efectivamente Japón es una isla alejada de todo, en el fin del mundo y sometida a unos fenómenos naturales brutales. Los antiguos habitantes de la isla disponían de poco terreno cultivable y apenas tenían para comer. En el siglo I los avanzados chinos de la dinastía Han miraban con cierto desprecio a la isla y decían de sus habitantes que vivían organizados en cientos de tribus gobernadas por hechiceras. Los japoneses no aprendieron a escribir hasta el siglo V d.C. y quedan pocos vestigios relevantes de su historia anteriores a este periodo. Con el paso de los siglos fueron uniéndose y desarrollando una cultura propia sobre la base del conocimiento importando desde Corea y China. Pero en el siglo XIII los japoneses se dieron de bruces con una dura realidad cuando las tropas del mongol Kublai Khan construyeron una enorme flota para invadir Japón desde Corea atravesando el estrecho entre ambas naciones. Los dioses fueron generosos con Japón y hasta en dos ocasiones enviaron vientos huracanados, los kamikaze, que destruyeron la flota coreano-mongola en el mar. La capacidad del pueblo japonés para sobreponerse a los innumerables desastres naturales y defender su isla les hizo unirse aún más y al mismo tiempo blindarse ante el extranjero, a menudo traicionero y tras cuya falsa cortesía se esconden turbias intenciones. Ganarse la confianza y el respeto de un japonés es, por tanto, un proceso largo y delicado.

La realidad es que no se puede conocer ni entender Japón entre cerezos en flor, comiendo sushi compulsivamente o disfrazándose de samurai. El turismo responsable consiste simple y llanamente en mostrar respeto hacia aquellos que nos permiten acercarnos a su cultura y penetrar en su entorno. El cuidador de bonsáis me dio la clave. Si quieres entender Japón, dijo, debes ir al Monte Koya. “¡Mira que he conocido rincones maravillosos de Japón durante mis viajes!” pensé. Pero justamente Monte Koya no es uno de ellos. “¿Por qué es tan importante el Monte Koya?” le pregunté. El hombre sentenció; allí entenderás a Japón y con suerte quizás logres entenderte a ti mismo.

 

El artículo es obra de Ahmad Ezzedine, Director de Operaciones de la agencia de viajes Byblostours. Ahmad es además Ldo. en Farmacia por UNAV, MBA por la Universidad de Deusto y experto en la historia antigua y contemporánea de Oriente Medio.

 

www.byblostours.com

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