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De Bizkaia de toda la vida- La ría del territorio

 

Tiene la ría mucho de capital y otro tanto de territorio. No solo porque toca localidades a diestra y siniestra. Conoce sus orillas. Sabe como nadie el valor del recibir y el despedir.

Vamos y mañana regresamos. O no. El emigrante cree que se va un rato, aunque sea para siempre. De ahí que le guste dejar impronta. A veces serena y calmada. Otras furiosa y desbordante. Como si quisiera cobrarse los años en que la teñimos de marrón industrial. Hoy luce limpia. Y lleva vida, tanto dentro como fuera. A veces dulce a veces salada. Ora masculino ora femenina. Personaje imprescindible de un Territorio con alma de Atlántida.

 

 LOS BOTEROS

No hay tregua. El botero no sabe de miedos. Ni siquiera cuando la ría se enoja y se convierte en mar fiero. Hay referencias sobre ellos desde el siglo XVIII. Pero la fecha se queda corta. Hubo un tiempo en que San Antón era el único puente. Y de ahí el botero. Primero en bote pequeño. Luego con siete viajeros. Y así siguió hasta que en 1900 doblaron pasaje. Pero eso fue ayer. Hoy son más sofisticados. Y cómodos. Pero se antojan escasos. De ahí la añoranza de quien los frecuentó. Como el que une Portugalete con Las Arenas o el de Barakaldo con Erandio. Rutas breves que simulan crucero. No solo trasladan. Enseñan. Para repetir viaje en lugar de errores. Algo que nos recuerda el Portugalete. Nacido en 1757, tras la destrucción del Puente Colgante durante la Guerra Civil, se convirtió en carretera. Guiados siempre por patrón con alma de capitán. Ahora cuentan con licencia de buque de pasajes, de radio y de supervivencia. Todo está más regulado. Pero añoramos los días con rutas desde Lamiako, Zorroza, Olabeaga o Deusto, Porque el bizkaíno siempre entendió que hasta la más humilde lengua de agua puede ser océano que separa continentes. De ahí la necesidad de cruzarlas. De ahí el valor del botero. 

 

 

EL GASOLINO

Del olor le viene el nombre. Hijo de la industrialización y de los tiempos modernos. Lo fueron. Pero como todo futuro, acabó siendo recuerdo. Quedan algunos. Supervivientes de una estirpe con aroma  a muelle. Herederos de los boteros, cambiaron remos por motores alimentados con oro negro. Para contrarrestar, lucían vivos colores. Como el egun on, que perdió el verde de tanto navegar. Tres metros de manga y ocho de eslora, sesenta caballos y cincuenta pasajeros. Portador de amores y de sudores. Hombres y mujeres que convirtieron la ruta en su Gran Vía. Sin escaparates, pero en días soleados, podías ver tu reflejo en la ría. Y soñar con quimeras de corazón o de bolsillo. Hasta que una ráfaga te sacaba de ese sueño despierto. Hasta los pasajeros debían ser duros, cuando no había cabina y el toldo era el cielo. De ahí que entre los habituales se buscara la cercanía. Conozco a una pareja formada por patrón y pasajera. Tanto ir y venir, acabaron uniendo sus rutas. Comprendieron que tenían un mismo horizonte. A veces no queda otra. Por eso quien sube en el viaje de vuelta, paga al llegar al otro lado. Al fin y al cabo, eso es un gasolino. Hombres y mujeres compartiendo un mismo destino. 

 

 

LOS ANGULEROS

Son gente nocturna. De las que llevan un farol como eterno compañero. No solo para mostrar el camino. Sobre todo, para alumbrar a la dama blanca. O transparente. Esa que se esconde en el lodo más sucio para vestirse más tarde de novia. Cuando llega escandalosa al altar de barro, entre aceite chispeante y ajos valientes. Pero antes debe ser enamorada. Y en eso el angulero es maestro. O maestra. Nunca tuvo sexo concreto. Incluso no era raro verlos trabajar en pareja. Uno pescando, la otra vigilando y viceversa. Que no nos roben el sitio, que no nos quiten el pan. Y después jurando en el mercado, por los cinco montes bocineros, que son de la Isla o de otro paraíso admirado. Con el tamaño justo y el tacto perfecto. Luego dirán que las angulas son caras. Siempre lo fueron. En el XVIII y también antes. Pero sobre todo después, cuando hasta en Madrid, arrancando el XIX, había tortas por comerlas. Mientras existan ellas y regresen puntuales desde el lejano mar de los Sargazos, existirá la figura del paciente angulero. Para hacer inmortal aquella canción que se escuchaba en los viejos arrabales, “Un cajón con agujeros, el cedazo y el candil, llevan en Bilbao dos mil, que se llaman anguleros”.

   Texto: Jon Uriarte, Ilustraciones: Tomás Ondarra

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