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La Vendimia. Luz, color y aromas

Cada persona que produce vino –aunque sea a pequeña escala y para uso doméstico– tiene un lenguaje propio, común a todos los que comparten su tiempo a contacto con los viñedos y la uva. Sobre todo en septiembre, que se saludan con códigos. Así, un simple “¿Cómo va?” no se refiere a cómo sigue la vida, sino al delicado proceso de la vendimia.

Sospechamos que, en la respuesta, guardan algún que otro secreto para sí, pero responden con profunda emoción y complicidad, dejando caer incluso ciertos detalles que podrían ser causa de deslealtad para los corazones de mala espina.

Afortunadamente, los viñedos no tienen espinas y el amor hacia ellos ocasiona, sobre todo, respeto. La uva, con su perfil perfecto y sus brillantes reflejos al amanecer, les transmite una paz profunda, sanadora, que aplaca las temibles realidades de la vida apresurada.

Caminamos entre viñas. Cada tipo se elige según las condiciones climatológicas, ya que dependiendo de la temperatura, luz y lluvia que reciba, saldrá una uva más ácida, dulce o licorosa. Si además el terreno en el que se arraiga permite a las tortuosas raíces escavar el espacio suficiente para respirar, reúne los elementos apropiados y es arcilloso, el éxito estará garantizado en el sabor de la uva. Cuando estos ingredientes se unen en un vínculo formado por la pasión y el respeto de la mano del viticultor, llega a ser patente la calidad en los vinos, que aumenta en nosotros la confortable sensación de sosiego y hace que nos dejemos vencer por él.

Durante la vendimia manual, que empieza al amanecer, es importantísima la comunicación entre el productor y los encargados de la cosecha, ya que la precisión en la recolección de los racimos es un paso fundamental para obtener un resultado satisfactorio. Afortunadamente, el respeto por el vino en todas sus fases de elaboración es una característica común a cualquiera que participe en ellas.

Así, después de un paseo entre viñas y colores que nos aturden por su inconmensurable belleza, estamos a punto de dar una grata fiesta a nuestros paladares, agradecidos por el trabajo incansable y constante de sumilleres, viticultores, amantes del intercambio perenne mano a mano con la naturaleza. Catamos el resultado del esfuerzo de unos años atrás, rememorando la reciente experiencia de cosecha, lo cual hace inevitable que acerquemos nuestros labios a la copa con una conciencia más plena.

De pronto, la sorpresa de nuestras pupilas se celebra en un brillo, una mirada radiante que recuerda aquella luz, la que antes traspasaba a las pequeñas esferas amarillas y moradas, cuando el sol las alcanzaba en diagonal. La alegría se apodera, y no es sólo a causa de la graduación alcohólica. Es la suerte de poder apreciar en una única copa un proceso llevado a cabo con muchísima devoción para los detalles, imprescindibles para producir un vino verdaderamente bueno.

El perfume del entorno natural amplía nuestra percepción y nos lleva a querer aprender más sobre la evolución del néctar divino; nos hace pasear por las calles de los pueblos cercanos y meternos en algunas ramificaciones del laberinto que forman las bodegas subterráneas.

Después de una ruta entre los tenues pasillos, volvemos a la superficie para seguir nuestra exploración hacia el placer, acompañando esta vez otra copa con un riquísimo pintxo, a maridar según la variedad de vino que estemos catando. Las conexiones que llegan a nuestro cerebro, a través del gusto, aumentan el asombro y se preguntan cuánto podrían aguantar lúcidas, seguras de que, al seguir bebiendo, perderían su capacidad de aliarse rápidamente.

Nos decidimos sabiamente por una deliciosa comida en buena compañía. Nos rendimos ante una última degustación, que nos transporta a la culminación de la complacencia y admiración hacia el vino y su proceso de realización, que conlleva luces, colores, aromas y pasión, sobre todo pasión.

Texto: Valentina Ridolfi • Fotos: Hibai Agorria

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