Es este un viaje, por si desean embarcarse, entre pucheros, murmuros y cucharas; un hambre de amistad que resiste el siglo XXI con personalidad, sin alejarse demasiado del XIX, cuando los txokos nacieron a la vida.
«Aquí no venimos solo a comer”, dice una voz anónima mientras revuelve un zurrukutuna espeso, “venimos a no olvidarnos”. Es una de las grandes definiciones de la singularidad del txoko, un espacio propio de las tierras vascas con raíces euskaldunas, aunque alguna disparatada teoría vincule el vocablo con el árabe. El txoko, permítanme sin importunarse, es el alma a fuego lento del País Vasco.
El génesis en la mesa y los orígenes
Está registrado en las páginas de la historia que, antes de conocerse como “txokos” (ya saben, rincones, agujeros…), a estos espacios para el encuentro alrededor de la mesa se les conocía también, como cuarteles. En 1833, un artículo titulado Costumbres de Vizcaya, del Boletín de Comercio, señalaba el ambiente cuartelero como “causa de todas las desgracias de la provincia”. ¿Son esos los orígenes? Parece ser que sí.
¿Cómo eran aquellos cuarteles bilbaínos de 1836, antecesores de los actuales txokos? No hay mucho testimonio escrito, pero Benito Pérez Galdós, en Luchana, —su cuarta novela de los Episodios Nacionales, publicada en 1890 y ambientada en el Bilbao de 1836, durante el segundo sitio carlista—, los describía con profusión a través de su pluma realista. “[…] si no se guisaba, calentaban la comida que de tal o cual casa traían; y el conserje o encargado también hacía café para los señores, los cuales no pagaban la taza, sino que ponían los ingredientes, resultando gratis la obra culinaria; no se le pasaba por las mientes al guardián del local el tomar dinero por aquel servicio. […] Las guerras deshicieron el antiguo régimen patriarcal de las sociedades y fueron creando el vivir que ahora conocemos, donde todo se tiene y se paga, donde se desarrollan la comodidad y libertad individuales en el calor del hogar público, mientras se quedan solas las mujeres en el doméstico, cuidando de que no se apaguen las últimas brasas”.
Respecto de sus instalaciones, señalaba: “Eran los cuarteles sitios de reunión, semejantes a los modernos casinos. Unos cuantos amigos alquilaban un local en un buen sitio y aligeraban allí, con sabrosa tertulia, las largas noches de invierno o se divertían con pasatiempos inocentes. El lujo era desconocido en tales instalaciones; el mueblaje, lo indispensable para evitar la incomodidad de sentarse en el suelo o de comer con el plato en las rodillas”.
“Había un cuartel en la Plaza Nueva, perteneciente a un grupo de mayorazgos y segundones; otro en la calle de la Pelota, donde dominaba el elemento mercantil; y, tanto en estos como en otros de inferior pelaje, marcábase el embrión de los casinos que hoy son centros de recreo, de holganza y de peores cosas, en grandes y chicas poblaciones […]. Durante el sitio, los cuarteles hallábanse abiertos para todo el que quisiese entrar y servían de acomodo apeadero para militares y paisanos que, teniendo que acudir de un lado a otro, necesitaban tomar un refresco sin necesidad de acudir a sus casas”.
Son los txokos, esas tierras gastronómicas que, más que comedores, son santuarios; más que clubes, son conventos laicos donde los apóstoles no llevan túnicas, sino delantales, y los evangelios se escriben con cebolla, ajo y txakoli. Porque en Euskadi, señores, Dios no murió. Simplemente se jubiló, se puso una txapela y se fue a hacer marmitako con sus amigos los jueves por la noche. El génesis en la mesa, vamos.
De hombres, fuego y cuchara
Durante mucho tiempo, el txoko fue territorio exclusivamente masculino. Entrar en uno de estos recintos era como entrar en un submarino de sentimientos: compañerismo, camaradería, lenguaje propio, el vino que corre… Las mujeres estaban vetadas, no por misoginia brutal (aunque algo de eso también hubo y hay), sino por una idea extrañamente romántica: ese era el único lugar donde el hombre vasco podía ser vulnerable sin que lo acusaran de flojo. Vulnerable no en el sentido moderno de hablar de emociones, claro —faltaría más—, sino en el de fallar una tortilla de bacalao y que el grupo te lo recordara durante 12 años con precisión quirúrgica. El txoko era una especie de útero masculino, pero con menos comprensión y más colesterol. La cocina es el templo donde solo entran los sumos sacerdotes que cocinan. Nadie más. Y la cuchara, tan olvidada en casa y, ni que decir tiene, en los restaurantes, sigue siendo reina entre los fuegos.
El txoko y la modernidad (ese plato que no siempre entra)
Pese a su aspecto anacrónico —paredes con azulejos, fotos amarillentas, sillas de madera que chirrían como un tango viejo—, el txoko ha sabido acomodarse a los nuevos tiempos sin perder el alma.
Han aparecido txokos vegetarianos, donde se cuecen legumbres con el mismo fervor que antes se cocían callos. Otros han empezado a aceptar la cerveza artesana y el tofu, pero siempre bajo estricta vigilancia de un miembro veterano que, cuchara en mano, juzga como un inquisidor con delantal. Incluso hay sociedades que aceptan reservar por app. Aunque el que propuso eso mismo en un txoko de Bilbao todavía no ha sido perdonado. Lo obligaron a fregar durante tres semanas como penitencia digital.
Pero en lo esencial, el espíritu sigue intacto: cocinar juntos, comer juntos, reírse del que se olvidó de salar las kokotxas y recordar —entre digestiones lentas— que la amistad también se cuece a fuego lento.
Errotaondo, venga a nosotros tu reino
Visto el panorama descrito hasta la fecha, se antoja necesario cruzar las puertas de uno de estos lugares para una demostración práctica de todo cuanto les dije. El elegido [¡ratatataplán!], el txoko Errotaondo de Leioa. Fue allí donde se descubrió el primero de los secretos de la cocina de un txoko: la idea de que en la cocina de un txoko funciona más el boca a boca del pueblo que las estrellas (incluidas las Michelín) del firmamento. El boca a boca, por supuesto, que tenga algo que decir. Es el reino donde se cocina como los ángeles y donde los comensales se sienten en el paraíso.
La guarida de la cocina de casa
Errotaondo es la guarida de la cocina de casa, Iban Crespo puede dar fe de lo que les digo desde la atalaya que gobierna. Es uno de los elegidos para la gloria del txoko de Leioa, el San Pedro dueño de las llaves. Un nombre propio recorre los fogones de este universo como si fuese Gengis Kan, el conquistador de todos los paladares, el guardián de las esencias de la cocina de toda la vida. Se llama Andoni Martínez y es socio del txoko Txitoka, allá en Barrenkale Barrena. Sin embargo, ha recorrido los txokos de medio mundo y ha conquistado los paladares de la gente más exigente. “Andoni sigue siendo el rey”, chista una voz anónima con aire de corrido mexicano. Las puertas de Errotaondo han abierto su cocina para él, para un hombre que conoce el dialecto de los fuegos y los productos, de los tiempos y la paciencia. Y conoce, sobre todo, la cocina tradicional que enganchó en casa con los padres. La cocina de toda la vida que se convierte en inmortal cuando pasa por sus manos. Le acaban de llamar de Errotaondo, como ya les dije, para que obre una de sus maravillas, ese abracadabra que, aquel profesional de la industria hospitalaria que ya lo dejó, lleva haciendo más de 35 años.
Aparece en escena con la sonrisa puesta, como si no fuese nada del otro mundo lo que se dispone a hacer. Enfundado en su delantal y pregonado por la extraordinaria fama que bien gasta, uno diría que está ante un maestro txokero. ¡¿Qué digo maestro?! Ante un catedrático de las cocinas. Tiene unas antxoas escaldadas con agua de mar a la espera y se pone a freír ajo y guindilla con el vals que nace de sus muñecas. Ya les diré lo que ocurre más adelante.
Para entonces ya se habrá cruzado con su partenaire de fogones, Max Alesanco, otro loco de los fuegos que dejó una carrera informática de altos vuelos y se fue a Madrid hace 18 años, hasta la zona del Barrio de los Metales y Legazpi, donde abrió su sueño. Porque sí, los sueños pueden abrirse. El local se llama Latxaska Etxea y es uno de los restaurantes vascos de referencia en la capital. Max ha preparado unas pochas de Sangüesa con langostinos y baila con la cazuela como Fred Astaire bailaba con Ginger Rogers. Andoni, atraído por esa danza, también se acerca para acunar las pochas. El txoko, del que luego daré más detalles, va perfumándose con el Chanel n.º 5 de los guisos.
No es un duelo, claro que no. En el Errotaondo, se ha invocado a los grandes druidas de la cocina para que hagan una exhibición de sus pucheros. Andoni, sin ir más lejos, prepara unas manos de cerdo rellenas de boletus y foie, bañadas con salsa de carne y envueltas en un abrigo de lámina de tocino. Antes de preparar la piña natural con helado de limón y nata montada para darle refresco al almuerzo, ya les han sacado, junto a Max, todas las jugosidades que llevan en sus entrañas los hongos que ha traído José Antonio Tauste, un micólogo capaz de leer los entresijos de la tierra y dar con el punto exacto donde las setas lucen en todo su esplendor. Como bien sabrán todos ustedes, son parajes secretos. Sí les diré que es guía certero del mapa del tesoro.
En ese mundo, donde se intercambian recetas y maneras, en ese lugar donde se citan gentes dispuestas a mantener vivo el fuego de la tradición, siguen recreándose números propios del Cirque du Soleil. Mientras Hibai Agorria va fotografiando y grabándolo todo para que quede testimonio de tanta destreza, a la par que Josetxu Figuero y Mariano Remiro echan una mano, llega a la cita Pedro Luis Ortiz, recién llegado del Ekaitza, amo y señor de los bares de Cruces. Allí, según dicen, Ana Babet hace tortillas como doblones de oro mientras el propio Pedro logra que las gildas alcancen el nirvana. Aparece en el txoko con algunas de elaboración propia y otras compradas. Su destreza al prepararlas gana por goleada al mercado. Una demostración más de que el txoko es tierra de artesanías culinarias.
Hay excepciones, ¿cómo no? Mientras Max Alesanco confecciona unas camisetas de papel de aluminio para devolver a la vida a una merluza cortada en troncos y servida a la ondarresa, propone el descorche de un vino blanco, Pazo de Seoane, desde nuestra bodega gallega, Lagar de Fornelos. Un vino típico de O’ Rosal, subzona de un particular microclima con temperaturas medias superiores al resto de la provincia, que refleja la tradición enológica de nuestro entorno. La uva Albariño es complementada con variedades locales, como Treixadura, Caíño Blanco o Loureiro, que aportan diferentes y enriquecedores matices. Se prueba junto a las gildas de Iban, una txistorra de Zubia (Eskoriatza) de aupa la boina, y una propuesta revolucionaria de Max: unos mejillones en tempura que vuelan de la bandeja. Es un abrebocas extraordinario.
La sencillez del hogar
El maestro txokero, el conquistador de Madrid, el lector de las tierras húmedas, el dramaturgo que hace de las gildas auténticas estrellas de cine… Todos ellos se cruzaron en la encrucijada de caminos de Errotaondo. El txoko está decorado con diversas camisetas del Athletic (una con el 18 de Gurpegui y otra con el 1 de Armando, entre otras), amén de un póster del Athletic en su triunfante paso por la Europa League; y, sobre todo, con un cuadro de Verónica Vicente, hija de un socio (son 36 a día de hoy), que captó el alma del viejo molino cercano al txoko, aquel que dio nombre al local. En la cita que les relato, apareció incluso un Sherlock Holmes con su lupa para sacar una espina o una astilla —no lo recuerdo bien ya—, de uno de los participantes. Otro rasgo artesano, ya ven.
Epílogo: cuando el silencio también alimenta
Hay algo profundamente conmovedor en ese momento después de comer, cuando ya no queda vino y alguien, con voz de tenor jubilado, se arranca por una habanera. No ocurrió esta vez, pero es costumbre en no pocas ocasiones. Nadie lo mira. Nadie lo juzga. Nadie aplaude. Porque, en los txokos, el espectáculo está en el puchero.
Fuera, el mundo corre, se actualiza, se tuitea, se indigna. Dentro, se pela patata, se revuelve el pil-pil y se discute si el ajo se pone entero o picado. Esa es la verdadera resistencia. La cocina como última trinchera del humanismo.
Si algún día —Dios no lo quiera— cae el último txoko, no será por falta de recetas, será porque el hombre moderno ya no sabrá callarse mientras mastica. Entonces, solo entonces, estaremos perdidos. Mientras tanto, larga vida al txoko. Y que nunca falte el pan ni una partida de mus como relajante.
Nota del autor: este reportaje fue escrito bajo los efectos de las viandas descritas y vinos que sabían más de historia que muchos historiadores.
Texto: Jon Mujika • Fotos: Hibai Agorria





















