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Il Palio di Siena

Tenemos un recuerdo de cuando éramos niños: una cabalgada salvaje televisada dos veces al año en verano, que despertaba una emocionante curiosidad hacia las tradiciones seculares de nuestro país. El Palio de Siena es una carrera popular que desde el Medioevo hasta hoy en día se corre en la suntuosa Plaza del Campo, un peculiar escenario en forma de concha cóncava en cuya base se erige el Palacio Público, sede del ayuntamiento. Por primera vez sentíamos la necesidad de vivir ese evento, esa explosión de ánimos que representaba un momento catártico colectivo. Decidimos entonces emprender el viaje hacia la Toscana.

Una vez llegados a Siena, nos adentramos en sus antiguas calles, empinadas y sorprendentemente cuidadas. Desde las ventanas, caían estandartes con los escudos de las Contrade (barrios medievales), las paredes estaban decoradas por farolas perfiladas con los colores de cada arrabal. Hay una rivalidad ancestral entre vecinos de barrio, que durante todo el año se esconde detrás de tonos amables y buena educación, por el bien de la convivencia común. Ajenos a las vicisitudes locales, nosotros percibíamos picardía, ansia por ganar, deseo de pequeñas venganzas en sus rostros, y era inevitable notar los nervios.

En cuanto nos acercamos a la Plaza del Campo, nos chocamos con un río de gente en cola para entrar. Faltaba una hora para el comienzo de la carrera, y un letrero anunciaba el cierre de las vallas después de quince minutos. Durante ese tiempo, estuvimos avanzando aplastados en la masa de visitantes, picados por el pensamiento de llegar -con toda probabilidad- justo en el momento en el que se cerraría el acceso. Estábamos impacientes por demostrar lo contrario.

Por fin se abrió delante de nosotros la soleada y abarrotada plaza, majestuosa en su veste festiva. Pasamos, casi a empujones, por encima de la que poco después se convertiría en la pista de la carrera, para confluir en las escamas enladrilladas de la concha. Nos paramos en seguida, para descansar después de esporádicos momentos de agorafobia. Al mirar alrededor, resultaba ineludible quedarse atónito, boquiabierto delante de tanta exaltación.

El desfile de las Contrade estaba a punto de terminar, las banderas dejaban de ondear, las trompetas se aplacaban y los nervios estaban a flor de piel. De repente, del patio del ayuntamiento salieron los jinetes, sin montura, agarrados a las riendas como podían. Los caballos estaban muy agitados, asustados por el clamor y la cantidad de espectadores. Es una hazaña alinearlos en el punto de partida para que la salida se considere válida. Inesperadamente, en toda la plaza se hizo un silencio al borde de lo irreal, el único ruido, suspiros de expectación. Retumbó un petardo que marcó el comienzo de la cabalgada y los gritos estallaron. Cuando los caballos llegaron a la peligrosa curva de San Martín, los clamores se multiplicaron: habían caído dos jinetes y uno casi fue atropellado por su caballo.

Nada más que tres vueltas para proclamar al ganador, en este caso representante de la Contrada della Civetta. Los más atrevidos del público saltaron a la pista y rodearon el jinete para felicitarlo, exaltado por la adrenalina. Una procesión liderada por el campeón empuñando el premio -el Palio es un estandarte pintado para la ocasión por artistas renombrados- empezó a dirigirse hacia el Duomo, la solemne catedral de Siena. Allí, la muchedumbre coreaba los himnos de la Civetta, mientras se introducía en masa en la catedral, detrás del ganador a caballo que se acercaba a su bendición. Este nos pareció el ápice del acontecimiento, un extraño encuentro entre la religiosidad y lo profano, la sacralidad y lo irreverente.

Los y las celebrantes seguirían en su barrio la fiesta, saboreada con vino, embutidos locales y canciones, que se escuchaban desde las casas apagadas del vecindario, acurrucado en su amargura, incrédulo por la derrota, invadido por las ganas de revancha, ganas que quedarán retenidas hasta el próximo año.

 

Texto: Valentina Ridolfi • Fotos: Hibai Agorria

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