CARTEL VASCO 003 2

Hermelo Molero

«La vieja puerta cedió con un crujido seco bajo el impacto del mazo. El oficial Hermelo Molero contuvo la respiración mientras su equipo irrumpía en el piso. Dos años de investigación condensados en este instante. “¡Ertzaintza! ¡Que nadie se mueva!” En segundos, Gallo y Beni reducían al narco, cuya mano quedó congelada a centímetros del revólver oculto bajo la almohada.»

«El registro fue rápido: cocaína, dinero, una libreta con nombres de clientes. Sin embargo, fue el libro en la mesilla lo que sorprendió al oficial: El cártel vasco; su propia novela abierta por la mitad. Mientras le leía sus derechos, el traficante lo interrumpió con una sonrisa: “¿Me firmará un autógrafo?”.»

Esta escena, que parece extraída de una novela, es parte de la realidad cotidiana de Hermelo Molero, quien lleva 27 años como agente de la Ertzaintza y dirige desde 1999 al grupo de drogas de la Ertzainetxea de Bilbao.

Durante casi tres décadas, ha vivido una doble vida que parece sacada de una serie de ficción: por el día, dirige con mano firme al grupo de estupefacientes de la Ertzainetxea de Bilbao, coordinando redadas y desarticulando redes de narcotráfico; por las noches, transforma esas experiencias en novelas negras que han conquistado a miles de lectores. Lo más sorprendente es que entre su público no solo se encuentran compañeros policías y aficionados al género, sino también los propios narcotraficantes, que buscan entre sus páginas claves para evitar ser atrapados. Con la precisión de quien conoce ambos mundos desde dentro, Molero ha conseguido algo inédito en España: ser simultáneamente el cazador y el cronista del submundo criminal vasco, convirtiendo las calles de Bilbao en el escenario perfecto para una narrativa donde la línea entre realidad y ficción se desdibuja con cada nueva operación policial. Hoy nos sentamos con él para hablar de esta doble vida entre el servicio policial y la creación literaria.

De tus novelas se ha dicho que son “pura policía”. Como tú mismo afirmas, puede haber novelas mejor escritas, pero difícilmente más policiacas, lo que te ha granjeado un creciente número de lectores que aprecian tu prosa sencilla y ágil, fiel reflejo de la investigación policial. ¿Quiénes crees que son tu público? ¿En qué lectores piensas cuando escribes?
Mi público, lo primero, son mis compañeros: tanto mis compañeros de la Ertzaintza como de otros cuerpos policiales: Guardia Civil, Policía Nacional y policías locales. Ellos son mi verdadero público, ya que muchos se sienten identificados en estas novelas porque una parte de su investigación la viven en común conmigo. Curiosamente, también he descubierto que algunos traficantes de drogas son lectores. Supongo que piensan que en alguna de mis novelas pueden encontrar un manual perfecto para evitar ser detenidos por nosotros. Por supuesto, no la van a encontrar. Cuando escribo, pienso sobre todo en no decepcionar ni defraudar a todos esos compañeros míos que en algún momento, bien sea conmigo o fuera de mi equipo, han trabajado o trabajan en este tipo de delitos. No quiero hacerles quedar mal. Me centro en hacer un buen trabajo describiendo la investigación de un delito de tráfico de drogas.

¿Alguna vez has sentido empatía o comprensión hacia algún narcotraficante que has detenido? ¿Existe esa línea gris entre “buenos y malos” que a veces reflejan las novelas policiacas?
No. No desarrollo ningún tipo de empatía con estas personas. El traficante al que me dedico es un traficante de alto nivel. No voy a decir que les tengo odio, porque no puedo trabajar con odio, pero empatía tampoco. Son gente que, como yo digo, “vive del cuento”, de engañar y de producir un daño terrible a otras personas y familias. No creo que deba tener empatía con ellos. Estas personas tienen alternativas que no aprovechan porque no les da la gana. Hay una línea bastante gruesa entre buenos y malos. Si los buenos no detectan esa línea y se pasan al otro lado, algo están haciendo mal.

En tu experiencia, ¿cuán precisas son las series y películas sobre narcotráfico? ¿Hay algún mito o estereotipo que te moleste especialmente?
Probablemente en muchas películas o novelas policíacas intentan mezclar al bueno y al malo. Yo no tengo esa misma visión. Me relaciono con la mayoría de la población, pero nunca con traficantes.

Tus novelas ofrecen descripciones realistas de procedimientos policiales, funcionamiento de los cárteles y técnicas de investigación. ¿Has recibido críticas de compañeros por revelar “secretos del oficio”? ¿Dónde pones el límite?
No he tenido críticas por ese aspecto de las técnicas de investigación. Si algún policía siente que revelo demasiado en mis novelas, probablemente sea porque no se dedica a lo que yo me dedico. Los que trabajamos en tráfico de drogas sabemos que lo que menciono en mis novelas son procedimientos en desuso que los delincuentes ya conocen. No estoy alertando de nada nuevo, sería como dispararme en mi propia pierna. El límite lo pongo siempre en el mismo lugar: nunca escribiría algo que pueda dañar una futura investigación. Cualquier información que pudiera perjudicar mi trabajo o técnicas que estén vigentes, simplemente no las reflejo. Cambiaría la historia o la contaría de otra manera, pero nunca adelanto información sensible o métodos operativos actuales.

Por ejemplo, en tus novelas utilizas nombres clave o “de guerra” reales para los agentes, Bortxa, Barny, Gallo. ¿Es esto una práctica habitual en la vida real?
Utilizar nombres clave y de guerra para los agentes es algo muy habitual. Creo que lo hacemos todos los grupos que nos dedicamos al tráfico de drogas o al terrorismo. Lo hacemos en el día a día de manera natural. Así, cuando tienes un operativo y estás frente a los delincuentes, utilizas el nombre de guerra de tus compañeros de forma espontánea, sin tener que esforzarte. Si no lo hiciéramos habitualmente, probablemente cometeríamos errores y acabaríamos llamándolos por su nombre real. Por eso, siempre nos comunicamos entre nosotros usando nombres de guerra, lo que permite una comunicación más fluida y natural durante las operaciones. Y, como he comentado antes, de las técnicas actuales nunca hablamos en mis novelas.

Vamos a hablar del protagonista de tus novelas, el inspector Javier Navarro. Un hombre dedicado a la investigación del tráfico de estupefacientes, consciente del valor de su equipo, fiel a sus principios y luchador infatigable contra los narcotraficantes. ¿Es tu alter ego?
Javier Navarro se parece mucho a mí. Probablemente sea algo más alto que yo y más atractivo [sonríe], pero se parece mucho a mí en lo esencial. Es, en definitiva, la reflexión que hago yo del trabajo que realizo día a día. Me habría sonado extraño ponerle mi propio nombre, pero, básicamente, desarrolla el mismo trabajo que hago yo. Sus reflexiones, su forma de enfrentar los casos y su relación con el equipo son un reflejo bastante fiel de mi experiencia en la Ertzaintza.

¿Podrías contarnos alguna anécdota real de tu carrera que parezca tan increíble que nadie creería que no es ficción?
En varias ocasiones, cuando realizamos entradas y registros en domicilios de traficantes, hemos encontrado algunas de mis novelas. Hace muy pocos días, hicimos una operación donde el sospechoso tenía El Rey de Pikas en el salón de su casa. Imagino que intentan buscar en ellas pistas sobre nuestras investigaciones. Algo que no va a ocurrir porque pongo buen cuidado en ello.

¿Cómo ha evolucionado el narcotráfico en el País Vasco desde que comenzó tu carrera? ¿Qué cambios significativos has observado?
Creo que, como en el resto de España, estamos viendo que cada día hay más droga. El esfuerzo policial es grande, pero no suficiente. Ni policial ni judicialmente logramos contener la cantidad de droga en la calle. Probablemente, la única manera de evitar que acabemos todos arrastrados a un agujero es que cambie la filosofía a nivel de nuestros jóvenes, que se deje de relajar la percepción sobre el consumo de drogas. Es un tema muy complejo que requeriría muchos análisis y horas de debate. Los cambios significativos que he observado son la normalización de la marihuana como algo habitual y cómo cada verano nos llega una nueva droga de diseño que inunda las calles. Esto se ha convertido en algo sistemático. Hay que tener claro, como siempre explico, que los malos son los traficantes, tanto los que trafican a menor escala como a la máxima escala. No podemos blanquear a nuestro vecino que tiene un cochazo y un chalet si sabemos que es traficante. Blanquear esa situación me parece bastante peligroso.

¿Ertzaina o escritor? ¿Cómo te definirías? ¿Hubo algún caso o momento específico que te hizo decidir que debías escribir sobre estas experiencias? ¿Qué te motivó para escribir estas novelas?
Yo soy policía, esa es la ocupación que ejerzo y con la que me siento más realizado. Ser escritor es una especie de hobby que me gustaría ir perfeccionando. Intento seguir escribiendo porque me genera algo muy interesante, me saca de mi zona de confort. Me gusta mucho, aunque no sé si decir que me produce morbo. Soy ertzaina, sin duda, y lo seguiré siendo hasta que me jubile. La verdad es que sí hubo un caso muy específico que me llevó a escribir el primer libro, El Rey de Pikas. Realizamos una operación que nos llevó dos años de trabajo, en la cual todo mi grupo, todo mi equipo, realizó un esfuerzo gigantesco. Invertimos muchísimas horas, cientos, miles de horas en esa investigación. Luego, desde mi organización, no supimos trasladar ese éxito a la ciudadanía, todo ese esfuerzo que se hizo. Nos quedamos como con un sabor agridulce. Decidí escribir unos primeros capítulos simplemente para mis compañeros. Se los enseñé a mi mujer y le gustó el primer capítulo, aunque había cosas que no entendía porque era muy policial. Fuimos reformulando un poco —digo “fuimos” porque mi mujer me ayudó mucho con estos pequeños, o más bien grandes, cambios. Cuando lo finalicé, pensé que sería solo para mis compañeros y amigos. Luego funcionó muy bien y eso fue lo que me animó a escribir un segundo libro. No fue algo planificado.

El salto a la edición profesional

Molero debutó como escritor en 2021 con El Rey de Pikas (Editorial Caligrama), novela que, según cuenta, escribió en apenas 28 días, durante unas vacaciones en Denia, aunque tardó el triple en corregirla. En 2022, publicó Heroína (editorial Letrame), centrada en la lucha policial contra el tráfico de heroína en el barrio de La Palanca y el drama de una mujer africana esclavizada. Su última obra, El Cártel Vasco (BAO Bilbao Ediciones), destaca por su visión descarnada del narcotráfico en Bilbao, entrelazando tramas basadas en sus investigaciones reales con una subtrama de ficción sobre asesinatos en serie.

Comenzaste publicando con sellos de autoedición y ahora, tras vender más de 5000 ejemplares de tus anteriores novelas, has dado el salto a la edición profesional con BAO Bilbao Ediciones y El Cártel Vasco de forma tradicional. Como escritor, ¿cómo has vivido la edición con los profesionales de BAO?
Con la autopublicación, tengo dos experiencias diferentes. La editorial con la que publiqué mi primera novela cumplió a rajatabla todos los plazos marcados. No me puedo quejar. La segunda fue una decepción absoluta. Me maltrataron y sufrí bastante con todo el proceso, principalmente porque no pudieron distribuir la novela como yo quería y como habíamos firmado. Ahora estoy con BAO y, para mí, hay cosas que ya están resultando maravillosas, simplemente porque hay alguien con quien puedes hablar y que te explica todo el proceso. Lo vemos con mucha ilusión y esperamos que sea nuestro pequeño éxito. Estoy muy ilusionado y, además, es otra manera de trabajar. La verdad es que estoy muy contento y agradecido con BAO. En la portada de tu última novela El Cártel Vasco aparece un “ladrillo” o paquete de un kilo de cocaína, marcado con un sello en bajo relieve de la bandera soviética. ¿Podrías explicarnos el significado de estos sellos en el mundo del narcotráfico? El tema del ladrillo que aparece en la portada con el relieve de un sello se debe a que los ladrillos originales —cuando vienen desde otras latitudes, como Colombia— los cárteles los marcan con un sello. Hay muchísimos tipos de sellos. En el caso del ladrillo que aparece en la fotografía, nosotros lo llamamos “el sello ruso” porque viene con la bandera de la URSS. Es un sello que se ha distribuido mucho por aquí, por Euskadi. Es un paquete original que está abierto para ser estudiado, fotografiado y enviado a la policía científica. No ha sido manipulado por una persona normal de la calle, aunque nuestros lectores habituales o quienes estén un poco más informados, cuando vean la portada con el sello, creo que les resultará muy interesante. Muy poca gente tiene acceso a este tipo de fotografías. Cuando se la presenté a la editorial, les gustó y creo que nos hace ser especiales.

El objetivo final

El silencio se instala entre nosotros como un invitado inesperado. Hermelo Molero baja la mirada, sus pupilas vagando por algún paisaje interior. Cuando finalmente alza los ojos hacia mí, percibo en ellos el brillo de una verdad aún no revelada. Comprendo entonces que falta formular la pregunta esencial, esa que todo escritor se plantea en la soledad de su oficio y cuya respuesta rara vez cristaliza con nitidez. Sin embargo, Hermelo, hombre de certezas forjadas en la crudeza de la calle, parece tenerlo claro.

Está claro que tus novelas entretienen a un amplio público. ¿Es ese el verdadero propósito de tu incursión en la literatura?

Lo que busco con mis novelas no es solo entretenimiento. Por un lado, quiero dar visibilidad al trabajo silencioso y sacrificado de tantos compañeros que dedican su vida a combatir el narcotráfico, enfrentándose a obstáculos no solo de los criminales, sino también burocráticos y sociales a veces. La gente desconoce la profesionalidad y entrega diaria de estos agentes. Por otro lado, quiero que cuando alguien lea El Cártel Vasco o cualquiera de mis libros, entienda realmente la devastación que hay detrás de cada gramo de droga. Si consigo que mis historias sirvan para que una sola persona valore la labor policial y reconsidere lo que significa ese mundo que algunos romantizan, habré conseguido una victoria muy importante para mí. Como agente, tengo fecha de caducidad, pero mis palabras pueden seguir combatiendo cuando yo ya haya colgado la placa.

Se le escapa un suspiro profundo, como si acabara de desprenderse de un peso invisible. Su rostro recupera la vitalidad del hombre de acción. “Tengo que dejarte, voy a reunirme con mi equipo”, anuncia, consultando su reloj con el gesto automático de quien vive sujeto a los ritmos urgentes del deber. Se incorpora y se aleja con pasos decididos, dejando tras de sí una estela de autenticidad tan palpable como el aroma del café que queda en nuestras tazas.

 

Texto: Taicha Peñín • Fotos: Hermelo Molero e Hibai Agorria

 

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