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Álex de la Iglesia

El Bilbao de los ochenta era un lugar en constante ebullición. Y dentro de toda esa vorágine se encontraba inmerso Álex de la Iglesia. Durante aquellos años tuvo tiempo de estudiar Filosofía en Deusto, dibujar para varias publicaciones o fundar uno de los primeros clubs de rol en España. También de descubrir la buena comida o la vida nocturna. Y el cine, junto con sus amigos Enrique Urbizu y Pablo Berger. De ambos fue director artístico en sendos filmes, en lo que serían sus primeros trabajos para la gran pantalla. Con su primer cortometraje (Mirindas asesinas, 1991) llamó la atención de Almodóvar, quien le produjo su debut en el largometraje (Acción mutante, 1993). Luego llegaría el tremendo éxito de El día de la bestia (1995), y el resto ya es Historia. Un director fundamental en el cine español contemporáneo, que ha vuelto a rodar en el norte más de veinte años después de su ópera prima. Las brujas de Zugarramurdi es la película donde más presentes se encuentran las raíces de este personal autor.

No rodabas cerca de casa desde Acción mutante, ¿había ya un poco de morriña?

Sí que la había. Y también la historia es una especie de inversión. En El día de la bestia había un antropólogo bilbaíno que viaja a Madrid a descubrir el Anticristo. Y en este caso, son unos pobres diablos de Madrid que viajan al oscuro corazón del norte, a Zugarramurdi.

Dices que es una película muy de Bilbao, ¿cuáles son las señas de identidad que identifican Las brujas de Zugarramurdi con tu ciudad natal?

Por poner un ejemplo, el Gargantúa. Una de esas cosas que yo pensaba eran universales, y que había en todas las ciudades. Pues creo que solamente hay en Bilbao y por la zona. En la película es un elemento esencial de la historia, previsualiza lo que va a ocurrir en el aquelarre. Simboliza ese punto de renacimiento que tenemos los bilbaínos. Todos los niños de Bilbao hemos sido engullidos por el gran monstruo, y luego expelidos por su trasero. Y eso nos hace distintos. Gracias a la colaboración del ayuntamiento sale el Gargantúa en la película. De los dos que hay, escogí el antiguo, en el que yo me montaba. Y me impresionó volverlo a ver. Aparte de esto, luego está el espíritu de la película, la manera de contar la historia. Ese punto de desmadre, y ese temor a las mujeres tan bilbaíno.

La película está rodada casi íntegramente en Navarra, pero tiene una primera secuencia espectacular en la que vuelves a utilizar un lugar emblemático de Madrid. Esto es algo que haces como nadie antes en el cine español, ¿te sientes especialmente orgulloso de ello?

Para mí, el centro de Madrid es un set. He vivido allí, lo veo todos los días, y me acostumbro a dar vueltas y fijarme en los sitios. Es cierto que utilizo Madrid como si fuera un decorado.

¿Y qué lugar emblemático de Bilbao te gustaría filmar especialmente?

Nunca he llegado a rodar una película en Bilbao, porque visualmente le tengo mucho respeto. Es una cosa que me gustaría, y habría mil sitios donde rodar. Evidentemente, el Bilbao moderno. El metro es flipante. El Guggenheim es acojonante. Pero no dejaría de sacar el Funicular de Artxanda, y un par de callejones siniestros que todavía perviven.

Has dicho alguna vez que en tu juventud vivías en un entorno en el que era común la violencia, pero que no se hablaba de ella; y que eso se refleja en tus películas. ¿Son el exceso y el humor negro una forma de liberación?

Sí, de dar salida a una especie de olla a presión en la que vivíamos todos. Utilizar el cine como terapia de grupo. Pero una terapia entretenida. No quiero aburrir con mis problemas, intento hacer un espectáculo de ello. Comparto mis obsesiones con los demás, pero las exagero.

Dices que no crees en el estilo, y es cierto que has hecho películas más comedidas; pero al final siempre vuelves a esa comedia negra y al exceso, ¿es algo que te resulta inevitable?

Es como la dieta. Yo intento adelgazar. No ceno, no como pan, ni pasta, ese tipo de rollos. Pero hay un momento en el que llega la re-caída. Y he vuelto a caer en las cosas que me gustan. He vuelto al corderazo y al chuletón. Sobre todo, al picante. El verdadero motor de mis deseos son las cortezas de cerdo y los pinchos morunos. Es lo que más me gusta en el mundo. Los pinchos con muchísimo picante, y la corteza más salvaje y grasienta. Y el tabasco me lo bebo a morro. Hay un par de salsas picantes de Louisiana que las tuvimos durante el rodaje, y nos las bebíamos a chupitos. Eso te calentaba el estómago, y aguantabas toda la noche rodando.

A veces pienso que el cine español está ciego. No entiendo como no vemos más a Terele Pávez en la gran pantalla. Aquí otra vez está impresionante, y debemos agradecerte que sigas contando con ella.

Es también como una obsesión. Hay cosas que te gustan mucho, y las pruebas sin parar. Terele es una diosa, una mujer con una generosidad increíble. Tenemos una conexión muy especial, nos entendemos muy bien. Entiendo que Terele es de una determinada manera conmigo, y es de otra manera con otras personas. Pero me encantaría que tuviera muchísimos Álex de la Iglesia, que no fuera yo solamente el que le diera trabajo. Sería absurdo decir que quiero a Terele solo para mí. Aunque es tan bonita que también me gustaría guardarla.

¿A quién se le ocurrió que Segura y Areces se travistieran?

Santiago y Carlos son dos personas que insisten de manera obsesiva en conseguir algún papel. Y entonces les dije: “Vale, os voy a dar un papel, pero muy humillante”. Al principio les dije que serían brujas, pero luego descubrieron que serían señoras… fíjate, en un primer momento la película iba a ser en castellano y euskera. Los personajes de Zugarramurdi iban a hablar todos en euskera, pero las posibilidades de que Santiago o Carlos hablen euskera son cercanas al cero absoluto. Era un lío, porque había muchísimos diálogos. Hasta tuve un coach que me ayudó a intentarlo, pero al final se ha quedado en sólo dos palabras.

¿Utilizaste tus habilidades como dibujante en el proceso de creación del personaje que aparece al final?

Sí, los dibujos iniciales son míos. La idea es la Venus de Middeldorf, y a partir de ahí empezamos a generar ese punto que tiene como de Gargantúa.

¿Fue muy difícil llevarlo a cabo?

Ha sido la mayor empresa que he acometido en mi vida. Ha sido un año y medio de trabajo exhaustivo de Ferrán Piquer, el diseñador de efectos digitales. Y un equipo enorme de gente que ha trabajado en Madrid, Barcelona, Miami y Los Angeles. Una media de catorce o dieciséis horas. Los últimos seis o siete meses, sin fines de semana. Es una escena imposible en el cine español. Lo hemos hecho a través del sudor, de destruir a unas setenta personas. Para siempre. Esa gente me imagino que ahora estará ingresada.

Y hablando de tu pasado como dibujante, ¿por qué elegiste al final desarrollar tu carrera en el cine?

El cine está muchísimo mejor pagado. Los tebeos me costaban un infierno, y pagaban poquísimo. Y luego, el cine lo incluye todo. La música, el dibujo, los diálogos, la puesta en escena… es la maravilla del cine. Todo eso hace en conjunto que el cine sea el lugar donde se vive mejor, donde se soporta mejor la vida.

¿Cómo recuerdas aquellos años de juventud en Bilbao?

La recuerdo como la etapa más divertida y convulsa que he tenido. La ciudad era muy distinta. Ahora Bilbao es un maravilloso parque temático en el que la vida es feliz, y el entorno es colorido y pintoresco. Cuando yo tenía dieciocho años aquello era gris y siniestro. Los miércoles había colada en los altos hornos y el cielo se ponía rojo. Todo era infinitamente más gótico y terrorífico. Los fines de semana se celebraba el gran aquelarre. Había siempre una batalla campal: quemábamos cajeros y autobuses, corríamos por la calle, y nos seguían los grises. Luego, los cambiamos por los ertzainak, que también corrían mucho. Todo ese mundo ha desaparecido y forma parte del recuerdo.

¿Qué lugares te marcaron entonces?

Es muy triste, porque hablando de esto te das cuenta de lo viejuno que eres. De pronto solo hablas de lugares que han desaparecido. De los que se mantienen, el fundamental es Iruña, porque allí están los auténticos pinchos morunos que antes estaban en Iturribide. Ahmed es una persona esencial en mi vida, me ha convertido en el monstruo que soy ahora. Mis kilos de peso son por los pinchos morunos del Iruña. Recuerdo con muchísimo cariño también la tortilla. A las cinco o seis de la mañana, comer un pincho de tortilla con pimiento picante era un ritual necesario para sobrevivir al día siguiente. Y como locales, esto sí es hablar del Neolítico, el Gaueko. Un local fabuloso que estaba en el Casco Viejo. Era una especie de cuarto de baño enorme en el que perdimos la razón muchas noches.

En Bilbao también estudiaste Filosofía, ¿aprendiste más en las clases o en la cafetería?

Frecuenté más la cafetería, sin duda. Pero conocí gente interesante. Andrés Ortiz, mi profesor de Hermenéutica, es extraordinario. Patxi Lanceros, que me aproximó a Foucault. Recuerdo con muchísimo cariño al ya fallecido Jesús Igal, mi profesor de Filosofía Antigua. Me descubrió un nuevo Parménides y un nuevo Heráclito. Jesús sabía tanto que era el único que sabía realmente qué decían los clásicos. Eso era acojonante, unas clases increíbles. Y luego tuve la oportunidad de vivir el cine-club. Allí nos hicimos muy amigos Pablo Berger y yo. Coincidíamos con Enrique (Urbizu), que nos llevaba a Sarriko. Allí asistí a clases magistrales de Santos Zunzunegui, o el gran Patxi Urquijo. Él nos puso Wild Bunch (Grupo salvaje, 1969), y nos cambió la vida.

Texto: Manuel Barrero
Fotografías: Jesús Perujo y Universal Pictures International Spain

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