En nuestro tiempo, los impulsos que gobiernan la vida pública —la prisa que desdibuja el criterio, el ruido que anula la escucha, el algoritmo que administra la atención, el espectáculo que reemplaza a la realidad, el cinismo que desactiva la voluntad y la opinión que suplanta al conocimiento— avanzan con una fuerza casi mecánica.
No requieren violencia para doblegar, solo inercia. Les basta que cedamos un instante, que actuemos sin pensar, que respondamos antes de comprender. Así se instala la superficialidad como norma y la distracción como condición.
Sin embargo, la historia demuestra que ninguna presión externa es más poderosa que la lucidez interior. Frente a estas fuerzas que empujan, quizá la respuesta más subversiva sea la más sencilla: detenerse. Recuperar la respiración propia en un mundo que dicta el ritmo. Afinar la mirada cuando todo invita a lo inmediato. Convertir el miedo difuso —a quedar atrás, a no opinar, a no “estar”— en una forma de presencia consciente.
Dejar pasar aquello que no merece nuestra energía no es pasividad, sino selección. Es un acto de soberanía personal en un contexto que nos prefiere reaccionando antes que pensando. Allí se abre una grieta fértil: la posibilidad de elegir qué nos afecta y cómo queremos responder.
No se trata de negar la complejidad del presente, sino de recordarnos que aún poseemos un margen de libertad. Y en ese margen, aunque estrecho, cabe una esperanza concreta: la de vivir con una dignidad que ninguna maquinaria contemporánea puede automatizar.







