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Lago Inle. La Venecia de Asia

Existe un lugar en el mundo en el que se cultiva sobre el agua y se pesca en solitario desde la diminuta proa de estrechas barcas de madera manteniendo un equilibrio imposible. Existe un lugar en el mundo donde las flores de loto inundan los pueblos, que no tienen calles sino espejos de agua,  y se mezclan con el reflejo de sus precarias casas sostenidas tambaleantes sobre pilotes de madera. Existe un lugar en el mundo.

Myanmar, la antigua Birmania, es un lugar único, uno de los rincones asiáticos menos abiertos al ojo extranjero debido a una dura historia de represión y violencia, que ha coartado las libertades de su pueblo durante décadas. Por suerte, los tiempos están cambiando, y la democracia comienza a acercarse con fuerza de la mano de la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi. No sé si entonces lo era, pero hoy, sin duda, sí es el momento de visitar este país de ensueño, antes de que la sombra de occidente acabe por inundar este reducto de autenticidad.

Entre el dorado de infinitas pagodas, centenarias esculturas de Buda y paisajes casi irreales, llegamos a la pequeña ciudad de Nyaungswe, una de las principales poblaciones a orillas de la gran masa de agua dulce que es el lago Inle. Debía haber sido una visita fugaz, tan solo un par de días para recorrer el lago y seguir la ruta, pero el mal clima nos retuvo allí, nos hizo bajar el ritmo del viaje y tomarnos nuestro tiempo para saborear a fondo uno de los lugares más visitados de este destino poco convencional que es Myanmar. ¡Qué gran acierto del destino!

Mientras esperábamos una tregua del cielo para subirnos a una de las estrechas barcas que colman la pequeña Venecia asiática, y poder conocer Inle en todo su esplendor, nos dedicamos a recorrer las aldeas del perímetro, donde el agua se une con tierra firme por enclenques puentes de troncos. Allí, las escenas cotidianas que se nos presentaban no dejaban de ser peculiares y diferentes: pequeños monjes rapados, cubiertos por mantos naranjas, que desfilan cada mañana en busca de la voluntad para tener algún cuenco de arroz que llevarse a la boca; mujeres que se acicalan en los canales, mientras otras hacen la colada sobre los tablones de madera que se convierten en improvisados embarcaderos de cada casa; grupos de hombres que, clavando pilares, levantan con asombrosas técnicas, hogares de madera sobre un lago en continua expansión; niños que vuelven del colegio tripulando humildes embarcaciones familiares… Y todos ellos con algo en común, el mismo gesto en sus rostros, esa amable y tímida sonrisa.

Llegó el día de la ansiada excursión lago adentro, íbamos a coger una de las cientos de embarcaciones que cada día recorren estas aguas. Se pueden encontrar en cualquiera de los puertos de Inle, donde comienzan los regateos con los locales para que te trasladen al interior, y poder observar de primera mano el origen de cada poco habitual día en las vidas de los habitantes de la zona.

Salimos poco después del amanecer y, tras recorrer aproximadamente 4 kilómetros desde el puerto, empezaron las sorpresas. La primera imagen, la más esperada y buscada por los viajeros que allí nos encontrábamos, se presentaba ante nuestros ojos de forma real, después de haberla visualizado en cada guía de viajes que se preciara. Decenas de solitarios pescadores sobre sus inestables barcas se mantenían firmes en proa con su magia equilibrista, como si de un verdadero circo flotante se tratara, mientras esperaban el momento oportuno para lanzar sus cónicas y exclusivas redes de pesca, en busca del bocado que esa noche diera alimento a su familia. Esta estampa nos acompañaría durante toda la expedición, mientras descubríamos el resto del tesoro que escondían dichas aguas.

Increíbles huertos flotantes, mercados que congregaban a las diversas tribus de la región que vendían afanosos sus productos y especialidades, talleres artesanales textiles con técnicas ancestrales, pagodas cubiertas de oro que se hacían hueco entre las mansas aguas, mujeres jirafa e innumerables golpes étnicos con diferentes coloridos, hicieron que aquellos días tuvieran un sabor inolvidable.

 

Texto y fotos: Macarena Riestra y Iagoba Domingo

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