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Cenicienta dijo basta. Ruptura con los estereotipos de los cuentos tradicionales

Hemos elegido para epígrafe de estas líneas el título de la canción-cuento de Kike Suárez y La Desbandada, por lo bien que condensa la manera con la que poetas, narradores e ilustradores de hoy cuestionan, denuncian y atacan los modelos tradicionales de sumisión de la mujer al hombre, los miedos infantiles al monstruo, los roles de autoridad o las imposturas entre pobres y ricos desde una moderna visión del mundo. En su afán por rescatar a los cuentos tradicionales de esas dos reservas en las que, según decía Marc Soriano, han ido quedando recluidos -que son las de los folcloristas, narradores orales, profesores y estudiosos de la llamada literatura para niños-, asoman últimamente estudiosos y creadores dispuestos unas veces en hacérnoslos más asequibles y, en otras, a defender sus indiscutibles virtudes educativas. Hoy son obras de obligada referencia Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim, o El poder de los cuentos, de Georges Jean, y repertorios como Cuentos al amor de la lumbre, de A. Rodríguez Almodóvar, La memoria de los cuentos, de Miguel Díez y Paz Díez-Taboada, o Cuentos y leyendas por la geografía española, del autor de estas líneas, entre otras.

Unos y otros nos invitan a un viaje de vuelta a los cuentos reservados a la infancia -o sea, a esas historias que ellos oían de niños y que los niños siguen aún oyendo o viendo-, interesados en descubrir qué grado de fascinación pueden seguir ejerciendo, por qué perviven o cómo se transforman de unos lugares o épocas a otros. Y, con leves variaciones, todos han terminado, hemos terminado, fascinados del viaje y deseosos de relatarnos sus experiencias y descubrimientos. Junto a ellos, abundan las recreaciones modernas del cine de animación, desmitificadoras de los viejos motivos folclóricos, donde asoman la intrépida arquera Merida (Brave) o la corajuda princesa Fiona (Shrek). Y no son otra cosa los Cuentos infantiles políticamente correctos, en los que su autor James Finn Garner reinventa con humor a Blancanieves, a Caperucita o a Cenicienta y los despoja de lo que hoy consideraríamos discriminación, sexismo o violencia de género. Las princesas también se tiran pedos, de Ilan Brenman, Rana por un día, de Teresa Aretzaga o La malvada infantita, de Carmen Santonja. O las réplicas que poesía y canción también nos brindan, donde habitan el lobito bueno, la bruja hermosa y el pirata honrado que Goytisolo prestó a Paco Ibáñez; o las Blancanieves que pasan de que las besen dormidas y Caperucitas que odian cazadores salvavidas, a las que la música de Kike Suárez & La Desbandada colocan junto a la Cenicienta de su canción, un corajuda mujer que se planta y dice basta al príncipe festivo y dominante: “Tú estás flipando chaval, si pretendes que me quepa el zapato de cristal -le echa en cara-. Tú lo estás flipando chaval, contigo no encuentra rima mi dignidad”.

Y otro tanto sucede con las figuras monstruosas de los cuentos de antaño y del cine moderno, donde la desdicha se ceba del deforme y proscrito como en la vida misma. Porque la vida real está plagada de situaciones ominosas y crueles: desde el niño torpe, feo, deforme o débil, sobre quien la cuadrilla, a espaldas de los adultos o en connivencia con ellos, descarga sus insultos y humillaciones ya en edad bien temprana hasta el subordinado laboral o el sometido social y políticamente, sobre el que cae todo el peso de las desigualdades del sistema. En casos así, la imagen del monstruo cruza sutil de un lado al otro del espejo, haciéndonos dudar de dónde está realmente el lado monstruoso del ser humano: si en el desdichado que vemos enfrente o en nuestro interior. Y también de esta alteridad se hace a menudo eco el fabulador.

Solo que, en ocasiones, al monstruo desdichado se le conceden ciertas dosis de dicha. Esto suele lograrse mediante la intervención cómplice del niño, capaz de no advertir la repulsión, de convertirla en exotismo y hasta de diluirla en su propio candor. “E.T.” de Spielberg es un buen ejemplo de la fantástica transgresora que se refleja modernamente en el cine y la literatura destinadas a niños, en obras como El gran gigante bonachón, de Roald Dahl, o la película Shrek, de Andrew Adamson y Vicky Jenson, que tiene por objeto desmitificar, parodiándolos, los estereotipos de los cuentos folclóricos de bellas y bestias, de gnomos, trolls, dragones y princesas…, y cuyas raíces las había descubierto mucho antes Oscar Wilde con su Gigante egoísta o su Fantasma de Canterville, seres entrañables ansiosos de amar y ser amados bajo la maldita condición de proscritos que les confieren su aspecto exterior o su destino.

Con todo, no podemos olvidar que estamos hablando de los cuentos de hadas del folclore universal, esos relatos con sus personajes característicos: reyes, príncipes, princesas, hadas, duendes, madrastras, brujas y esos pequeños personajes, casi siempre humildes y audaces, que terminan mereciendo una recompensa a su valor, su constancia o su lealtad. Y que, como sostiene uno de esos estudiosos: en el fondo los cuentos de hadas son una celebración de la vida. Encantan y fortalecen, y son hoy tan intemporales como lo fueron hace cientos de años. Y que, aunque hoy podamos revisarlos y retorcerlos como se merecen, han sido y aún son un pasaje a la fascinación de los niños y niñas. Porque lo que en unos casos aterroriza, en otros adquiere valor terapéutico, por cuanto que enfrentan gradualmente al niño a las dificultades y los miedos. Y lo hacen, a veces, llevados de la mano de personajes emblemáticos como Pinocho, Peter Pan o Alicia, que no dejan de ser seres inadaptados del sistema que habitan, es decir, de un mundo del revés, un orden invertido en el que los principios y comportamientos adultamente correctos quedan derrotados: Pinocho se burla del sistema educativo del modélico Janetino de Parravicini (que sería nuestro Juanito), Alicia se evade saltándose las normas de la educación victoriana, Peter Pan se niega a crecer y a ser adulto…

Qué bien lo expresa Gabriela Mistral en su poema Todas íbamos a ser reinas, qué bien condensa la poeta chilena esa ensoñación a la que los cuentos de hadas nos trasladan cuando éramos niños y niñas:

Lo decíamos embriagadas,

y lo tuvimos por verdad,

que seríamos todas reinas y

llegaríamos al mar.

Texto: Seve Calleja • Ilustraciones: Myriam Cameros, Fabián Negrín y Daniel Tamayo

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