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Zerain

Alberto Zerain

Alberto Zerain (Vitoria, 1961) es pura naturaleza, como su gran pasión, la montaña. Hablamos con el himalayista alavés un mes después de hoyar el Manaslu, su noveno ochomil. Experto en la escalada en solitario, tiene historias para no dormir.

La imagen que le quita el sueño dibuja el rostro de un escalador danés herido de gravedad al que trató de rescatar. Se dio la vuelta para clavar el piolet en la nieve mientras trataba de convencerle de que no se levantase. Le hizo caso omiso y rodó hasta nunca por la pendiente. Supo quién era porque se quedó con su mochila en las manos. La muerte se multiplicó por once en 2008, después de coronar el K2. Tuvo intuición para ascenderlo y bajarlo vertiginosamente antes de producirse una masacre, con varios sherpas nepalíes y pakistaníes a los que la mala cabeza de alguno mandó al matadero. No se lo perdona. Al volante de su camión, aguarda a que Juanito Oiarzabal se recupere físicamente para ayudarle en su reto de doblar los catorce ochomiles. El desafío arranca en el Dhaulagiri. A la colección de Zerain sólo le faltan Nanga Parbat, Broad Peak, Shisha Pangma, Annapurna y Cho Oyu. Sin prisa.

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¿Qué cuerpo te ha dejado la ascensión al Manaslu?

– Fue una ascensión curiosa y muy pesada. Al salir del Campo IV, me di cuenta de que había una mochila en la tienda de al lado. Era del argentino Mariano Galván, que se había lanzado por delante. En la escalada le vi de vez en cuando. Él ni se enteró. Me perdí un rato por la niebla, había subido de más y cuando bajé, noté que la cima estaba cerca. La vista era maravillosa, llena de picos y abismos. Pude sacar buenas fotos. Fue mi ochomil más tardío, en un horario desaconsejable. Hice la bajada rápido, con buenas piernas.

6 Tu primer ochomil fue el Everest, algo que ningún montañero alavés tenía…

– Se me presentó la oportunidad y no dudé. En aquel momento, pensé que era entonces o nunca. Me llenó de satisfacción. Luego vino el Makalu, que me dejó perplejo por la soledad en la montaña. El Gasherbrum I era un sueño que tenía y el GII lo disfruté a tope por compartirlo con grandes amigos. Ver sus caras de satisfacción al lograr la cima no tuvo precio. Nunca habían estado en un ochomil.

La experiencia del siguiente, el K2, fue todo lo contrario. Horas después de coronarlo, se produjo la mayor tragedia en esa montaña. Murieron once personas, varios sherpas entre ellos.

Lo hice solo. Fue un ataque un poco a la desesperada, había hecho mal tiempo, me dolía la cabeza y me bajé al Campo III. No quería arriesgar demasiado. No lo iba a intentar porque el tiempo era malo. Había demasiada gente en la montaña. Cuando se supo que venía bueno, se pusieron nerviosos. Temían que se les escapase. Decidí partir y cuando llegué a su altura, estaban durmiendo. Tiré el primero, a la vez que algún sherpa, abriendo hasta el Cuello de Botella y siguiendo hasta la cumbre a buen paso. No me entretuve en la cima y cuando empecé a descender, vi que la gente subía tarde. Yo no sabía todavía nada de los accidentes. Prefiero quedarme con la ascensión, la tragedia me enfadó mucho. Podía intuir que eso pasaría porque había estudiado bien un intento del 97. La gente no respetó ciertos horarios y cosas, no valoró el cansancio, los sherpas iban demasiado equipados, se les exigió de más. El K2 no es un juego. Hubo varios fallos humanos. Yo volé al bajar cuando vi el serac de hielo al amanecer, no quería estar a tiro. Me libré por suerte, algo fundamental en la montaña, pero no lo quise dejar todo a su merced. ¿Cómo es posible contratar a personas para llevarlas hasta el último suspiro? Nunca tantos nepalís y pakistaníes habían muerto trabajando.

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Lo de las expediciones comerciales clama a veces al cielo… Te marcó mucho lo de los sherpas…

– A mí lo que me marca es que la gente no sea capaz de reconocer sus fallos. Hay que hacer una lectura de lo que pasó. No tuvieron sentimiento. Para colmo, hay gente que ha hablado o escrito libros sin tener en cuenta que allí había seres humanos trabajando. Algunos pakistaníes colaboraron en el rescate y no recibieron dinero. No se puede llevar al matadero a la gente. Hay un libro, Enterrados en el cielo, en el que sí veo un recuerdo a ellos. Falta humanidad.

¿No se replantea uno la montaña cuando mueren compañeros como Félix Iñurrategi (en el Karakórum, año 2000) o Iñaki Ochoa de Olza (Annapurna)?

– Hay accidentes en la montaña como el de Félix o el de Juanjo Garra en el Dhaulagiri, que se rompió el tobillo por un resbalón de un sherpa y fue imposible rescatarle a ocho mil metros. Lo peor es cuando un compañero está herido y no se le puede sacar de allí. Es una gran impotencia. En una expedición con Al filo de lo imposible, haciendo una bajada separándome de la ruta del Collado Norte hacia la cara que da al glaciar del Rongbuck, y que rompe en un abismo de más de 2000 metros, una persona a la que yo no conocía se cayó. Entre la niebla, la vi moverse en el suelo y me acerqué como pude. Tenía los dedos en garra, se había quitado los guantes, la cara ensangrentada y un problema serio en la espalda. No podía hablar. Se intentaba levantar y yo trataba de mantenerle tumbado esperando ayuda. Me giré para clavar el piolet, se movió y me quedé con su mochila en la mano. Supe por la documentación que era danés. Esa imagen la tengo grabada.

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¿Qué consejos puedes dar a quienes se inician en estas aventuras?

– Las ascensiones por las rutas normales tienen cierta comodidad. Hay una comercialización exagerada, a veces no se fijan cuándo van a subir, la huella que hay. El oxígeno que se lleva se usa a diestro y siniestro. Ya es una especie de droga porque se suministra desde alturas muy bajas. Hay que ir con tranquilidad, sin la obsesión de escalar a cualquier precio, planificando todo lo que se hace desde el Campo I. Evitar, también, que el ansia y las ganas te contagien.

Luego está el factor suerte, en el que muchos montañeros creen.

– Sí, pero hay que tratar de anticiparse a lo que pueda pasar. Saber el momento adecuado para lanzar el ataque es lo más difícil. A veces hay que salir antes, hasta con mal tiempo si intuyes que luego se abrirá. El peligro es que hay expediciones que se lanzan con sherpas, sin ton ni son, hacia la cima sin aclimatación, porque usan el oxígeno desde muy abajo y no necesitan aclimatarse como los que no lo usan. No tocan casi ni el monte.

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Detrás de tanto éxito, hay muchos intentos fallidos…

– Yo me pasé siete años sin hacer cumbre. Las expediciones fallidas sirven de aprendizaje. Los ochomiles se escapan muy rápido si no estás atento, cuando la montaña te manda un guiño y te permite subir, hay que estar ahí.

Tu próximo reto es ayudar a Juanito Oiarzabal a doblar sus ochomiles.

– Juanito está de baja y hay que esperar acontecimientos. Debemos ir paso a paso, sin dejar de preparar el proyecto. Vamos a ser cautos. Es otra forma de hacer montaña, yo voy a acompañarle, animándole y a su ritmo. Soy más explosivo que él. Tendré que hacer muchas cosas mientras él descansa. Los ochomiles ya no son como antes para él. Poco a poco.

10No te dedicas plenamente a la montaña, trabajas al volante de un camión.

– Me monté una empresa de transporte porque me permite la libertad de decidir cuándo voy a la montaña.

12¿Es más peligrosa la carretera?

– Yo hago recorridos cortos. Pero como en la montaña, para conducir se necesita sangre fría.

 

Texto: Nika Cuenca • Fotos: Archivo Alberto Zerain

 

 

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