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ibarrola americano

Agustín Ibarrola

A los 84 años, el artista plástico que habita en Agustín Ibarrola (Basauri, 1930) permanece joven. “Hago bocetos, bocetos y más bocetos hasta que descubro nuevos caminos. Y entonces ¡lo tengo!”, subraya agitando las manos. Mientras pelea contra su páncreas, acaba de recibir una distinción del Parlamento Andaluz como integrante del  Equipo 57, ha inaugurado un parque con 12 esculturas de acero en Reinosa, y Bershka ha rodado su campaña de tendencias otoño-invierno en el famoso bosque de Oma. Ibarrola está de moda.

“¿Que si estoy de moda? A lo mejor. Creo que existe un tipo de juventud que puede admitir la obra de los mayores con tal de que sea fresca, muy creativa, en la que se utilice todo tipo de materiales y un concepto básico”, responde el hombre de la txapela perpetuamente combinada con un jersey abierto de punto y los pantalones de mahón. Parece un veterano sindicalista del metal caminando con sus botas de trabajo por el almacén de un museo de arte contemporáneo. “Siempre he sido libre. Por eso me han caído cachetes por todas partes”, advierte con una media sonrisa.

 

Un huerto de esculturas

Vive y trabaja en un caserío que constituye un punto ocre entre los senderos pardos y los carriles-bici rojos que dibujan líneas curvas en la materia verde y esponjosa que se extiende entre Kortezubi y Nabarniz, en pleno Urdaibai. Un valle primigenio. Próximo a las pinturas de Santimamiñe o la muralla bimilenaria del castro de Arrola. A la sombra del bosque polícromo de Oma. En el huerto del caserío anexo plantan maíz.

En el huerto de Ibarrola cultivan esculturas: de madera cincelada y coloreada, de acero, una pirámide de traviesas, un mural. El maíz vecino y las tallas van madurando al aire incierto del otoño.

“Yo palpo la materia del mundo. Acaricio la piedra, el metal, la madera. A veces, cierro los ojos para saber cómo es al tacto. Por eso soy también grabador. Trabajo mucho el relieve. En madera, en cemento, en hierro. Y pinto con ceras, a veces con ceras de color, otras en blanco y negro y luego añado el cromatismo donde me interesa”. Algo parecido debieron hacer los primitivos que aprovecharon las cuevas como lienzos.

“Hace mucho que empecé a recorrer las grutas, las cavernas, para ver. Me impactaron las rocas pintadas, no solo Santimamiñe, si no todas las que he visto con pinturas figurativas y abstractas. Me ha impresionado la materia del mundo. Mucho. Y la he reflejado”, confiesa. Esa materia del mundo es la que fructifica tanto en el huerto del caserío como en el luminoso estudio interior. Una especie de horno de amasar arte calentado por los rayos del sol.

 

El óxido

Últimamente, también ha sido noticia una de sus grandes esculturas de hierro, expuesta al saqueo tras el abandono de la factoría Babcock&Wilcox en Sestao. Todo un legado industrial que se va convirtiendo en óxido.

“¡Ah! el óxido. El óxido siempre es un compañero. Yo he conocido el óxido desde niño. He pintado con colores de óxido mucha obra y muy distinta. El óxido aparece en el mundo del hierro, que brota en todo este país, especialmente en la zona costera, de manera natural, del suelo. El óxido trabaja a mi favor, se trate de escultura o pintura. En pintura, el óxido coge una fuerza expresiva grande que acentúa todo lo que haces porque recoge la materia prima que te ha estado rodeando toda la vida. El óxido siempre me ha inspirado. Muchísimo”.

Desde niño, cuando iba a la fábrica (La Basconia, Basauri) a llevar la comida a su padre. “Mi padre trabajaba en una máquina en la que ponían el hierro al blanco más que al rojo. Curvaban todo tipo de estructuras. Aquel era un mundo sin soldadura. En mi juventud no existía. Todo era cosido con remaches. Yo sigo haciendo esculturas amarradas con tornillos”, evoca sujetándose a las arandelas de la memoria.

 

La marca y la creatividad

A pesar de que afirme que ha buscado las manifestaciones creativas primitivas y que le obsesiona la materia, se equivoca quien crea que Agustín Ibarrola considera que la persecución de la esencia es la principal misión del artista.

“Para el artista, lo fundamental es encontrar nuevos caminos. La marca es la muerte. Algunos artistas se han suicidado porque, si cambiaban, se les echaban encima esas empresas, esas organizaciones, que exigen que el creador se repita y sea reconocible. Es terrible. Si no tienes marca no eres nadie. Pero, si tienes marca, estás creativamente acabado. Hay que romper con los moldes establecidos. Incluso los establecidos por ti mismo. De otro modo, no vives tu tiempo. Vives ajeno a la vida real. Y a los conceptos que van cambiando. Y cada vez más rápido”.

Conectado a la realidad por su curiosidad y por una descendencia en la que abundan los artistas, toma un café en el portal del caserío con un viejo perrillo color canela trabado en los pies, y rodeado por los cantos de los pájaros que muestran ya cierto temor al invierno.

Mezcla calma y entusiasmo al conversar. Combina escepticismo e ilusión. Es el último de una generación de crea-dores que insertaron el arte con etiqueta de vasco en los circuitos internacionales. Oteiza rompió las barreras y tras él brotaron Chillida, Basterretxea e Ibarrola. Después llegaron muchos otros nombres que siguen renovándose.

 

Euskadi

“Los demás son quienes me definen como artista vasco. Pero eso resulta algo muy abierto. Hay que pensar que el arte costumbrista es pura invención, pura fantasía, al menos en Euskadi. Y esa tendencia costumbrista ha sido favorecida por los poderes públicos. La gente del poder siempre ha querido una determinada interpretación de Euskadi. Y la Euskadi real era otra cosa. Eso es lo que tenemos. Se apoderaron de la notoriedad de algunos artistas”, lamenta un Ibarrola a quien molesta el rechazo que sintió cuando, a principios de los años ochenta, empezó a abocetarse la facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco.

Por ese dolor antiguo surge el hijo y hermano de trabajadores de buzo azul, que tuvo que dejar la escuela a los 11 años para ir de criado en aquella posguerra que enmarcó un daguerrotipo de plomo y hambre. Emerge el comunista comprometido con la clase obrera y el arte que hacía modelos de futuras esculturas con las migas de pan del exiguo rancho carcelario. Y se revela el personaje público que luego abogó por una transición pacífica del franquismo a las libertades y que defendió el silencio de las bombas.

 

Rocas pintadas en Ávila

“Las administraciones públicas de aquí hace muchos años que no me piden obra. Me compraron una obra, que yo entiendo que eligieron políticamente porque faltaba en los museos obra del compromiso con el desarrollo industrial de Euskadi. Ese tipo de obra es la que me compraron. Unas piezas que no eligieron bien. Y tuve que regalarles otra que creía que era más representativa, muy conceptual”, explica.

A pesar de eso, en 2015 estarán terminados el centro de interpretación y los accesos a su campo de rocas pintadas en Muñogalindo (Sierra de Ávila). La más importante de las intervenciones de Ibarrola en la naturaleza tras Oma; por encima de los Cubos de la Memoria de Llanes, el Bosque de Olmos Secos de Salamanca o el Ecoespacio de O Rexo en Orense.

Así que Agustín Ibarrola seguirá de moda. Quizá porque le obsesiona el tiempo. No el que pasa, si no el que le contextualiza. Y este es “el tiempo del mestizaje: las cosas puras no las entiendo, porque son un absoluto”, asegura antes de ir a sumergirse en sus bocetos. O, lo que es lo mismo, antes de seguir buscando caminos.

 

 


El Equipo 57 y Oteiza

Agustín Ibarrola es autodidacta. Expuso por primera vez a los 16 años. Una beca de la Diputación de Bizkaia y el Ayuntamiento de Bilbao le permitió en 1948 acudir a formarse al estudio madrileño del reputado pintor cubista Daniel Vázquez Díaz. Poco más tarde conoció a Jorge Oteiza. En 1956 viaja a París donde, un año después, junto a los Duarte y Juan Serrano, funda el Equipo 57. El propio Néstor Basterretxea tuvo un paso fugaz por este colectivo.

“En el Equipo 57 realizamos una revisión profunda del final de las vanguardias históricas. Analizamos el modo en que los movimientos políticos acabaron con grandes corrientes dando pie a un costumbrismo hueco”, narra Ibarrola.

“Eso nos convenció de que hacer política con el arte es matarlo”, recalca antes de señalar que Jorge Oteiza (Orio, 1908 – Donostia, 2003) resultó trascendente.

“Oteiza era alguien que prestaba atención a los jóvenes que queríamos hacer cosas en el arte. Venía más formado y había visto mundo, no solo Sudamérica, donde ya tenía cierta autoridad, sino también Europa. Produjo fundamentalmente información. Pero resultaba envidioso, incluso de la gente que él mismo promovía, muy autoritario en sus juicios y muy nacionalista. Todo esto le impidió, por ejemplo, ser consciente de lo que era ETA en realidad. En definitiva, Oteiza lo fue todo, genio, inspirador, impulsor, amigo, rival…”.


 

Texto y fotos Ibarrola: José Javier Gamboa • Fotos obra: Tere Ormazabal

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